jueves, 19 de junio de 2014

El llanto de Serey

Las notas de su himno nacional comenzaron a sonar. El marco lo impresionó cuando escuchó cómo rugía el estadio, mientras las banderas de su país se ondeaban en las tribunas. La emoción le iba ascendiendo por los ojos. La cabeza se llenaba de recuerdos: 

Papá comprándole su primer pelota y llevándolo a las canchas de tierra que abundaban por su casa. Papá acompañándolo a su primer partido en el equipo de niños y apoyándolo a cada instante. Papá con los ojos repletos de lágrimas cuando se enteró de que él, su hijo, había sido aceptado en un equipo Suizo. Papá hablándole por teléfono después del primer partido y dándole consejos como cuando era un infante. Papá radiante cuando Serey fue a casa para avisarle que había sido convocado a la selección nacional de Costa de Marfil.

El futbol se convirtió en su remanso, en nube sobre la cual volar mientras en su país corría la sangre.  

Por eso, mientras el himno se entonaba y él apoyaba su mano en el corazón, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas, por eso descompuso el rostro cuando vio el marco y recordó las palabras de papá fallecido hace 10 años:  

"Cuando salgas a la cancha y portes la playera nacional, debes estar consciente de que en tu espalda cargas la ilusión de muchos de nuestros hermanos, incluido yo, así que sal y muestra lo mejor de ti que yo, desde donde esté, me sentiré muy orgullo de mi pequeño Serey"

Por eso no pudo contener el llanto cuando escuchó su himno en el estadio.

@juaninstantaneo

martes, 17 de junio de 2014

Mi blanca playera

Hoy me pondré la playera de la selección. Llegó el día del partido mundialista más esperado por México y debo estar en sintonía. No negaré que me gustaría tener la playera nueva, pero lo pienso al sentir que en mis bolsillos traigo unas cuantas monedas y no me alcanza para darme esos lujos.

Mejor así, con la que tengo. Además, podré presumir que tiene mi nombre y el número del capitán actual del Tri. No es verde pero tampoco el horror de la naranja o la extraña playera guinda que sacaron en 2002 y retomaron de las primeras participaciones de la selección en los mundiales. No.

Tampoco es la verde con plumas que utilizaron en 2010 ni la del calendario azteca de Francia 98. Me gustaría tener aquella playera blanca con la que Negrete le anotó el golazo a Bulgaria o aquella que inmortalizará el “Cuauh” y el “matador” cuando les anotaron gol a Bélgica y Holanda respectivamente y significaron empates que permitieron la clasificación de México a octavos de final.

La mía es blanca. Similar a la que usaron en la Copa América de Venezuela en 2007, ese torneo en que Nery Castillo brilló y pintaba para convertirse en un extraordinario jugador. Ahora que lo pienso, puede que esa playera tenga la magia necesaria para que hoy la selección venza a Brasil. Así como lo hizo aquella noche con un golazo del ex jugador del Olympiacos.

La playera que pienso ponerme esta tarde la compré para formar parte del equipo formado por mis amigos de CCH. Con esta casaca ganamos el tercer lugar del torneo local y nos batimos como guerreros en la cancha. Pocas veces la nostalgia me ha parecido tan bella.

En fin. Estar tarde, a las dos, me enfundaré en la camiseta blanca de México y apretaré  los dedos para invocar a la diosa fortuna y a sus leales vasallos: tenacidad, esfuerzo y constancia. 

Esta tarde, con el número del capitán en la espalda, llenaré de gritos la habitación en espera de gritar el gol de la victoria. Así como en 2007 lo anotó Nery. Así como en 2012, en el mítico Wembley, marcó Oribe. Así como en 1999, en el Azteca, Blanco dejó tendidos a los brasileños en el campo y México se consagró campeón.

@juaninstantaneo

jueves, 12 de junio de 2014

Aquella chamarra verde-amarilla

Roberto Carlos vivía sus primeros días en la tierra cuando el mundial de Francia 98 se inauguraba. Por alguna extraña razón su vida estaría ligada al juego más hermoso del mundo. 

Prueba de ello sería el primer regalo que uno de mis tíos le obsequiaría: su nombre. El segundo habría de ser una chamarra verde con amarillo que tenía los colores de la bandera brasileña.

Era Brasil el país favorito a llevarse la copa del mundo al contar en sus filas con jugadores como Ronaldo, Rivaldo, Cafú, Bebeto, Dunga y Roberto Carlos. El último nombre habría de convertirse en el de mi hermano.

“Ponle Roberto Carlos, así, como el jugador brasileño”, dijo mi tío aquella tarde en que trajimos a mi mamá y hermano del hospital. La criatura miraba a todos lados pero ponía énfasis en la pared. Asombrados y llenos de ternura lo veíamos, mientras el cuarto se convertía en un sauna.

Días después gritaríamos los goles de México a Corea y alabaríamos la magia que el “Cuauh” tenía en las piernas y que le permitiría patentar una jugada llena de picardía. En la inocencia de mis 8 años pensé que el bebé sería calvo, pues sólo tenía destellos de hebras negras en la cabeza.

Si estuviera rapado parecería Roberto Carlos, así, como el brasileño. Sólo le faltaría ser de baja estatura, correr como endemoniado y tener tremenda fuerza a la hora de patear un balón.

Mis papás se mostraron encantados con la idea de mi tío. Algunos pensarían que el nombre tendría su origen en el cantante brasileño (vaya coincidencia), pero sólo nosotros (mis padres, hermano y tío) sabríamos la verdad.

En aquellos años el futbol era diversión pura. Cualquier instrumento que pudiera patearse servía para simular un balón. Poco importaba si tenía los tenis de las mejores marcas del mundo o si carecía de una playera tricolor, lo importante era disfrutar. Así que todavía no dimensionaba la importancia de un mundial de futbol.

La consagración del nombre de Roberto no llegó con el acta expedida por el Registro Civil. Llegó cuando mi tío le obsequió su primera y diminuta chamarra verde con amarillo. Esa prenda sería su distintivo.

Mientras México le ganaba a Corea del Sur y el “Cuauh” sacaba su famosa jugada del sombreo, el pequeño Roberto Carlos seguía con los ojos muy abiertos, parecían dos enormes canicas negras.

Mientras México le empataba a Bélgica y el ”Cuauh” convertía en golazo el pase de Ramón Ramírez, mis abuelos habían venido a desayunar a nuestra casa-cuarto.

Mientras México le empataba, agónicamente, a Países Bajos, y calificaba a octavos de final, yo veía cómo dormía mi hermano, procurando que el emocionado grito de gol de Hugo Sánchez, invitado a la transmisión del partido, no despertara al pequeño.

Mientras el “Matador” perdonaba a los alemanes y Klismann y Bierhoff terminaban con el sueño mexicano, yo aprendía cómo cargar a mi hermano.


Mientras el 3 brasileño lamentaba la derrota y Zidane se consagraba como el rey del mundo futbolístico, Roberto Carlos se alistaba para crecer y escribir, junto al futbol, su historia.

@juaninstantaneo

lunes, 9 de junio de 2014

El regalo de papá

Papá me conoce muy bien. Mi cumpleaños se acerca y sé que le atinará al regalo que yo más quiero. Estoy por cumplir 12 años y comienzo a dejar de ser un niño, al menos eso pienso. La primaria está por terminar y la secundaria por iniciar. Siento una mezcla extraña de sentimientos que sólo es superada por la emoción que me representa la llegada del mundial de futbol. Quisiera tener más años y dinero para poder estar en Corea y Japón. O, ya de perdida, comprarme la playera verde de la selección. O la guinda.

Es 2002. Marzo ha iniciado y mi cumpleaños se acerca como se acerca la inauguración del mundial. Aunque hay un problema, los partidos serán de madrugada y yo tengo que levantarme muy temprano para ir a la escuela, a la primaria. Y ni pensar en faltar, mamá y papá no me lo permitirían. Así que tendré que despertar muy temprano y aguantar sin quedarme dormido.

Aún recuerdo la emoción y el nervio del pase al mundial. Era noviembre de 2001. Se sufrió como en pocas ocasiones. Por poco y no vamos y todo por la culpa del “ojitos” Meza. Pero llegó Aguirre y salvó el barco en aquel mediodía de domingo cuando un cabezazo de Borgetti nos dio vida. Después vino la resurrección mexicana y el partido del todo o nada frente a Honduras.

Recuerdo que el ambiente era de tensión, o al menos eso era lo que yo sentía. Un día antes, en el noticiero de las 3 de la tarde, habían hecho una simulación del partido que disfruté como pocas veces. Me encantaría que previo a cada partido hicieran eso pero sé que no pasará. En fin. Refugiado en la pequeña bandera tricolor que me compraron para el pasado grito de independencia, me preparo para ver el día del todo o nada.

Grité y grité mucho cuando los tres goles de México cayeron en la portería catracha. Me emocioné con el gol del “Cuauh” y el pase al mundial. Después vino el sorteo. ¡Ah para suerte! Croacia, Ecuador e Italia. Las expectativas son pocas, pero a lo mejor este año es el bueno y México da la campanada.

Es el día de mi cumpleaños y espero el regalo de mi papá. El tintineo de la campanita me anunciará su llegada. En la tarde mamá me hizo enchiladas y las disfruté como pocas veces. No habrá pastel pero eso poco me importa cuando puedo comer uno de mis alimentos favoritos.

Mis hermanos aún están pequeños para entender la emoción del mundial y no comprenderían porqué he vuelto a sumergirme en las enciclopedias Larousse que papá compró hace unos 7 años. ni porqué busco las banderas de los países que participarán ni si ya trato de saber por cuántas horas nos llevamos con Corea y Japón.

Se acerca el mundial y estoy muy emocionado.

El regalo de papá me ha dejado sin palabras. Es sencillo pero magnífico. Me conoce muy bien y por eso me ha obsequiado esto que tengo en las manos. La verdad lo cuidaré y lo llenaré con mucha paciencia; trataré de escribir bonitos los número y las letras para que se entiendan y en unos años pueda consultarlo.

Lo veo y poco me importa que sea un promocional de Nescafé. Me importan más los nombres de los países, los grupos del mundial y lo horarios en los que se disputarán los partidos. Además se dobla y puedo llevarlo a donde quiera.


Y, si algo faltara, tengo plumas nuevas y un lápiz de puntillas para llenar los marcadores de los partidos. Me emociona tener entre mis manos esta guía que contemplo maravillado, así con la ilusión de un niño que aún sueña con balones y grita con ilusión los goles de su selección.

@juaninstantaneo

viernes, 23 de mayo de 2014

La caja de la esperanza

Estoy a punto de hacerlo. Temo fracasar en la misión y regresar a casa con las ilusiones destrozadas y los ojos repletos de lágrimas.  No te mentiré, siento vértigo y el corazón me late como si quisiera salir de mi pecho y despegar.

Ya he repasado lo que te diré y sigo dudando si serán las palabras adecuadas. A lo mejor en el momento indicado se me olvida y dejo que mis sentimientos hablen, aunque no sé si con ello baste.

¿Y si no estás en casa? ¿Y si me acerco a las rejas que cubren tu jardín y un enorme perro se abalanza contra mí? ¿Y si toco y una carretada de insultos me llueven a mí y de paso a mi madre? ¿Y si, simplemente, me ves por la ventana y te ocultas de mí?

No sé qué pensar. Estoy inmóvil y sentado en el parque que está a unos metros de tu casa. Desde esta banca puedo ver la ventana de tu cuarto y noto que las cortinas están corridas. ¿Estarás en casa? Pienso que no es así, que has salido a buscarme a la banca que tantas veces nos recibió para conversar, que si no me encuentras tomarás tu teléfono y me marcarás, que tienes ganas de citarme en un lugar cualquiera y decirme, por primera vez, que me quieres.

Pero sé que me equivoco. Aunque quiero pensar que erro en mis equivocaciones.

Uno siempre tiene esperanzas y, no sé porqué, creo que tú me quieres, aunque no me lo digas. Porque, ¿tendría sentido que la otra vez me dijeras que conmigo te sentías bien, que me veías como una de las pocas personas que te querían de verdad y se esforzaban por hacerte feliz?

El silencio es la respuesta que recibo, mientras sostengo la cajita de mi esperanza

El reloj ya dio las tres de la tarde y sigo sentado esperando hallar el rayo de valentía que me permita cruzar la calle, tocar tu puerta y declararte el cúmulo de sentimientos que aloja mi corazón. Suena simple pero los pies no me responden aunque les he dicho y hasta suplicado que debo de hacerlo. Tal vez saben que el resultado no será bueno y tratan de evitar que cometa un error garrafal.

Pero, ¿me puedo permitir dejar que mi cariño por ti se acumule hasta el punto de explotar? ¿y si ésta es mi única oportunidad para que tú me mires con otros ojos? No quisiera ver que el día de mañana tú caminas de la mano de otra persona y yo me tenga que morder los labios, apretar el puño y cerrar los ojos para evitar que las lágrimas se salgan al saber que yo pude declararte mi ¿amor?, y no lo hice, no quiero y más: no puedo.

Recuerdo que cuando le conté a Alfredo mi desventura no me bajó de loco e iluso. Me cuestionaba el intento que sigo sin concluir. Más aún, no entendía cómo, a pesar de tus negativas, seguía tan empecinado con tu persona.

Pero es que él no se ha dejado sorprender por tu belleza, por esa forma casi mágica que tienes de sonreír ni mucho menos por la atracción que son tus ojos marrón. ¿Qué no daría yo por ver que tus pupilas se dilatan ante mi presencia y poder reflejarme en ese par de cristales tan adorados?

¿Cómo le explico que ya sueño con tu voz por las noches y deseo tanto la llegada de la mañana para besar tu mejilla y escuchar tu sincera risa? ¿Será que él nunca se había enamorado como lo he hecho contigo? ¿Acaso él no estaría dispuesto a hacer una locura por el amor de una mujer?

Yo sí. Y siento que los ánimos comienzan a poblarme el cuerpo tras recordar la valía de querer declarar mi cariño por ti. Y sé que tú me harás caso, que sucumbirás ante el amor que te profeso y podremos soñar con ser felices.

He metido la medalla en la cajita. Ahora sí, estoy decidido.

Me acerco a la reja de tu casa. Miro el rosal que reina en tu jardín e intento aspirar su aroma, siempre me has recordado a esa flor. Frente al timbre me acomodo el cuello de la camisa y reviso discretamente que la camisa mantenga la rectitud deseada. Introduzco la cajita en la bolsa del pantalón y trato de que no se maltrate.

La cajita es rosa porque sé que es tu color preferido. Escogí ponerle un moño blanco porque la señora que me atendió en la joyería me dijo que era el más favorecer. Creo notó mi nerviosismo porque extendió su mano hacia mi hombro como lo hace una madre cuando su hijo va a su primera entrevista de trabajo.

Recuerdo que cuando salí de la joyería me deseó suerte y dijo que seguramente te encantaría. Entre la pena y la esperanza alcancé a murmurar un gracias y dejé escapar una sonrisa nerviosa. Ojalá y tenga voz de profeta.

Toco el timbre. El perro ladra y me hago para atrás. Nunca te lo he dicho pero le temo a los caninos porque de pequeño uno me mordió el tobillo derecho, aquella tarde de mayo lloré mucho cuando el doctor tuvo que inyectarme contra la rabia. Desde ahí prefiero huirles antes de tocarlos o incitarlos a que me ataquen primero. Pero cuando me dijiste que tú amabas a pico, hice la firme promesa de superar mi trauma y querer a tu mascota.

Ahora que lo pienso, los perros son el mejor timbre que puede existir. La gente se da cuenta de que alguien toca a casa cuando ellos ladran. Creo que hoy también ha funcionado.

Escucho cómo se abre una puerta y cómo el piso amortigua el golpe de unos zapatos. Me tiembla la mano pero trato de controlarlo, total, ¡ya estoy aquí!, echarse para atrás no es opción.

Me ha abierto tu mamá. Es igualita a ti pero con unos cuantos años de más. Ambas son lindas. Tu padre es un afortunado. Ojalá y yo pudiera decir lo mismo el día en que me hagas caso. Me ha dicho que estás en casa pero te encuentras en tu cuarto. Me emociona saber que la misión no ha fracasado. Y aunque no pensaba entrar a tu hogar, ahora me encuentro sentado frente al televisor en espera de tu bajada.

El vaso de agua ha atenuado mi sed. Me vuelvo a acomodar el cuello de la camisa cuando tu madre dice que bajas en unos momentos. Me sonríe, le sonrío.

Ya vienes y noto sorpresa en tu rostro, no me esperabas. Te sientas frente a mí y te conviertes en el centro de mi universo, nada importa, sólo tú, tus ojos, tu voz y tu cuerpo. Platicamos de banalidades y te confieso, con el color rojo en la cara, que te extrañaba y por eso me había aventurado a ir a tu casa.

Mi revelación te ha dejado sorprendida y me cuestionas cómo di con tu casa. Mi respuesta te satisface al recordar que alguna vez me habías dado tu dirección. El resto fue trabajo del buscador de internet.

Me pides que salgamos a caminar y siento un cosquilleo en el estómago al saber que el momento indicado ha llegado. Salimos de la casa y al momento de pasar por el patio miro que tu perro es diminuto y de apariencia inocente, me consuela saberlo, la cosas serán más fáciles para mí.

El destino nos ha llevado hasta la banca que hace dos horas yo calentaba. Te miro tratando de transmitirte todo el amor que siento por ti y tú rehúyes de mi mirada. No es buena señal y siento un poco de desánimo en el corazón.

La tarde pasa y sé que ha llegado el momento de confesarme ante ti. Aunque supongo tú ya sabes de mi sentir porque soy demasiado obvio y alguna vez me dijeron que el corazón identifica cuando es motivo de adoración por parte de otro.

Te tomo las manos como preámbulo de mi declaración. Por fortuna no has rehuido al contacto de nuestras manos. Me siento tranquilo y confiado, sé que nada malo pasará.

Comienzo. Me escuchas. Hago una pausa para tomar aire y medir tu reacción. Continúo y sigues dejándome que tome tus manos, en este momento no sé si lo haces por lástima, porque te he conmovido o no sabes cómo decirme que no.

Termino y siento que nos hemos acercado demasiado. Puedo sentir en mi nariz el olor de tu perfume y ver hasta el más pequeño de los poros de tu cara. El vértigo me invade y se convierte en un impulso desesperado por besarte. Creo que tú también lo sientes pues nos miramos confundidos y un poco aterrados ante lo complejo de la situación.

Te beso. Comienzo a volar y siento que todo ha valido la pena. Tus labios juguetean con los míos y tu saliva se convierte en el sabor más dulce que he probado. Me siento pleno.

La magia termina cuando me pides perdón por haberme besado. El mundo comienza a caerse mientras saco desesperado la cajita de la bolsa del pantalón. Es mi última oportunidad y no estoy dispuesto a dejarla pasar.

Me miras entre aterrada y nerviosa. No sabes qué hacer y yo menos. Te extiendo la cajita y te digo que es una forma de expresar el amor que siento por ti, que nunca había experimentado esto por alguien y que sentía que eras tú la mujer de mis sueños. Me desboco en palabras bonitas y alabanzas a ti. Derramo la miel originada por ti y miro con incertidumbre la confusión de tu rostro.

Levantas la tapa de la caja. Sacas la medalla y tomas el corazón en tus manos. Descubres que se puede abrir y notas las palabras escritas en el interior de aquella pieza de plata. Dejo que lo leas y descubras que es el poema que más te gusta de tu poeta favorito.

Vuelves a mirarme y no sabes qué decir. Te suplico una respuesta e introduces la medalla en la cajita. Acomodas la tapa y el moño y pareciera que no se ha abierto. Extiendes tu mano y depositas mi regalo en mis manos. Te levantas, dices lo siento y te marchas sin decir nada más.

Mientras me levanto con la noche por capa, agacho la cabeza, la mira, las esperanzas y las ilusiones.

La  caja de mis ilusiones rueda en el asfalto mientras mi corazón lo hace en la melancolía.  


miércoles, 23 de abril de 2014

Mariposas amarillas


No lo conoció, sin embargo puede afirmar que lo quiso mucho.  Lo recuerda por fotografías e imágenes de televisión que dejaron en su mente aquella figura de rostro alegre, eterno bigote  y ojos que miraban al horizonte para confeccionar historias. Sonará pretencioso, piensa, pero él fue uno de sus maestros, el que le instruyó, sin que lo sospechara, la importancia de escribir bien, describir con los sentidos y amar un oficio convertido en profesión encantadora y bella.

Aún recuerda la emoción que experimentó cuando tuvo en sus manos la obra cumbre. Se paseaba por los pasillos de la biblioteca buscando aquel libro que, había escuchado, era complicado por la cantidad de nombres que poseía. Como quien se empecina por hallar un tesoro, escrutó en los estantes.

De pronto, la clasificación anotada en sus manos comenzó a tomar forma en los lomos de los libros. Como quien busca la mirada amada, entornó los ojos. La emoción le alborotaba las entrañas y entendió que el amor a la literatura existe y  comienza por descargas de adrenalina similares a las del enamoramiento.

Mientras con la vista recorría los nombres de los libros, recordaba el primer acercamiento a su obra: “La luz es como agua”. Maravillado y exagerado, deseaba conocer la obra cumbre del periodista y literato que definió al periodismo como el oficio más bello del mundo. Por fin lo halló.

Tomó uno de los dos ejemplares disponibles y corrió hasta la última página para saber si el libro podía salir de la biblioteca. Sonrió al ver que podía sacarlo y corrió con la malencarada bibliotecaria a pedir el préstamo. Tendría una semana para leerlo.

Como a la gran mayoría, el primer párrafo lo demolió; le sorprendió la manera de hilar las oraciones y la evocación de un recuerdo como el inicio de la historia; desde ese momento supo que cuando él escribiera, los recuerdos tendrían un papel trascendente en sus letras.

Siguió con la lectura y quedó maravillado. Disfrutaba de la lectura y sentía acercarse a la plenitud de un estado: felicidad, pensaría después.

La decepción llegaría cuando se dio cuenta que debía regresar el libro sin poder concluirlo. La rutina lo había vencido. Tras dejar el escrito en manos de la bibliotecaria, pensó en regresar al siguiente día y pedirlo prestado nuevamente. Pero la esperanza es como esos dulces que uno tanto anhela: encanta e ilusiona pero tiende a acabarse.

El desencanto tomó forma en sus visitas a la biblioteca en busca del libro anhelado. Su ausencia era la constante y la impotencia de no haber concluido la lectura, le pegaba.

El reencuentro del fin

El jueves santo se viste de tristeza y luto cuando agoniza para dar paso al viernes. Pero, en esta ocasión, la tristeza llegó antes.


Encendió el televisor para saber la hora. El canal de noticias presentaba una cápsula dedicada al escritor. La idea lacerante de su partida cruzó su mente, la desechó buscando refugiarse en la idea del homenaje a propósito de su delicado estado de salud. El segmento terminó con la lectura del primer párrafo de su obra cumbre, justo cuando el cintillo de la pantalla anunciaba la noticia: había muerto.

Ahogó el grito y sintió un temblor en el cuerpo, buscando refugio le contó la noticia a su amada. No pudo evitarlo, se derrumbó pero ahogó las lágrimas y recordó que días antes, pensó en la fatalidad y oscuridad que rodearía su alma cuando él se marchara. Aquella noche de sábado lanzó una súplica vuelta suspiro: no te mueras nunca, tú no. Utopía pura.

Salió a caminar junto a su amada. Los pies se hundían en la arena y su mente viajaba a las ocasiones en que sus manos tuvieron encima sus libros. Recordó el reencuentro con la obra cumbre y la emoción que sintió al volver a empezar la lectura. Era la revancha. El momento deseado.

Devoró las páginas disfrutando de la historia, la descripción de lugares, la construcción de personajes y la forma en que envolvía al lector en el mundo del libro, en aquel pedazo de tierra tan real y mágico a la vez.

Mientras perdía la mirada en el horizonte marino, trajo a su mente a Fermina Daza y Florentino Ariza. Recordó la manía del hombre por las rosas y el amor descarnado que le profesaba a ella. Se emocionó cuando ante sus ojos apareció la frase final de aquel libro. Vistió sus pensamientos de una niña mordida por un perro con rabia y la confusión que en el pueblo caribeño había representado el suceso, al grado de pensar que la infanta tenía una posesión demoníaca.

Al ver las lanchas bailar por las olas, pensó en el náufrago colombiano y después en aquel hombre destinado a morir. Maruca llegó en forma de paseante y temió que la secuestraran. El anciano que caminaba a paso lento, se materializó en aquel  coronel en espera de su pensión y después tomó la forma del viejo de 90 años que se “regaló” la compañía de una jovencita.  

Con forma de flores amarillas

Aquella mañana corrió para alcanzar lugar. La parte baja de la sala lucía llena. No podía negarlo, estaba ahí por la presencia de quien se había convertido en su escritor favorito. El homenajeado le importaba poco aunque decir eso, en ese momento, era como colocar su cabeza dentro de una soga.

El momento llegó, al estrado subieron los participantes. Fuentes primero, después su amigo, García Márquez. Se sentaron. “Gabo” se levantó apoyado de un bastón y la gente correaba su nombre, mientras se deshacían en aplausos. Era lo más cerca que él estaría de su escritor favorito.

El recuerdo lo golpea justo cuando lee las crónicas del adiós en Bellas Artes. Cierra el puño y maldice por no haber asistido y gastar su día imprimiendo unos carteles que sólo serán utilizados unas cuantas horas.

Cuánto habría deseado estar ahí y ver cómo el cariño tomó forma de flores amarillas.

Dicen que para ser inmortal se debe escribir el nombre de las personas, parejas o sueños en el mar y dejar que éste se los lleve y los mezcle en la inmensidad de su cuerpo, sólo así, en el mar, no mueren.



viernes, 4 de abril de 2014

El rincón del amor

Samuel mira cómo Carmen se levanta para dirigirse al baño. Luce hermosa, piensa y suspira admirando el vestido más perfecto de la humanidad amada: la piel desnuda.

Decide girar para estirar la mano hasta el cajón donde resguarda las hojas de papel. Busca una pluma para comenzar a escribir y deja que las ideas fluyan. Se siente bañado por el océano y respira, aliviado, mientras desliza sus palabras.  

Samuel escribe:

Y vuelves aquí, a nuestro espacio, el rincón de amor que hemos formado tú y yo y la complicidad de dos cuerpos necesitados del otro.  Vuelves con la magia de tu sonrisa, con esa mirada que me seduce cada que enlazas tus ojos cafés con los míos. Vuelves y estallo y sé que estallas, me lo dicen tus suspiros, el temblor de tu piel, la ansiedad de los labios.

Vuelves y me amas y te amo y nos amamos en este pedazo de cielo que se convierte en eterno. Y a pesar de la distancia, el recuerdo del encuentro nos envuelve en su esperanzadora atmósfera; y respiramos del oxígeno pasional que nos deja continuar y esperar a que el silencio reine en la habitación para romperlo con esas palabras que, sabemos, son el inicio del big bang de nuestro amor.

Y me pregunto de dónde viene esta magia mutua, quién nos dotó de tanto amor y pasión, cuál es el origen de esta complicidad que descubrimos desde el momento en que nos besamos por primera vez y deseábamos no separarnos ni un momento más. Acaso, pienso, ¿seremos hijos o descendiente de Cupido? Tus ojos, tus palabras, tu esencia, me responden que sí, que ambos salimos de su arco, que somos dos flechas que colisionaron y se volvieron una, única e indestructible.

Escribo esta carta mientras espero a que termines tu baño. Rebobino mis recuerdos, buscando grabarlos en mis adentros y construir el templo de amor que te mereces, que siempre he deseado confeccionar y ofrendarte, sí, a ti, Carmen.

Y es que, ¿quién iba a imaginar que éramos el uno para el otro, si sólo nos veíamos con los ojos del cariño de amigos hasta que el miedo a la distancia nos hizo entrar en razón y entregarnos al sentimiento que vivía en el interior de nuestras personas?

Después, el tiempo alejados moldeó el enamoramiento convertido en amor. Y sin saberlo, sin imaginarlo, sin esperarlo, nos encontramos; si bien, al principio no nos reconocimos, bastó una sencilla plática, un extendido silencio para saber que éramos lo que siempre deseamos.

Ya cierro esta carta, he escuchado el cese de la regadera, quiero que sea una sorpresa y por ende no debes verme escribiéndola. Pero quiero concluir hablándote de uno de los sueños más grandes de mi vida: tomar tu mano y dejar que las mañanas, atardeceres y anocheceres, nos encuentren cuando el cabello se tiña de blanco, la piel luzca sus arrugas y la memoria comience a flaquear, pero quede, en nosotros, en la historia del mundo, el amor que tú y yo nos profesamos.

Contigo, por siempre, Samuel.

miércoles, 2 de abril de 2014

Un año más

Era la tercera noche de insomnio que Samuel pasaba. La oscuridad de su cuarto contrastaba con lo multicolor de sus pensamientos y sentimientos. Extrañaba a Carmen. Por reflejo giró su cuerpo, intentando que el sueño lo tomara por sorpresa para sumergirlo en aquel mundo que hoy, más que nunca, anhelaba.

Fijó la mirada en el mueble donde tenía la foto de Carmen. Estiró la mano con el ánimo de alcanzarla y admirar ese rostro de mirada esquiva. ¿La volveré a ver?, se preguntó, aunque sabía que la respuesta sería el silencio. Silencio, ese estado que había sumergido sus emociones durante mucho tiempo hasta el momento en que el encuentro de miradas desató la tormenta, su tormenta de enamoramiento, ausencia o amor, aún no lo definía, pero lo sentía.

La pesadez en los ojos le recordó que debía dormir. Volvió a intentarlo sin éxito y una huella de frustración le cruzó la frente. Decidió levantarse, encender la luz y terminar aquel libro que su maestra le obsequió el último día de clases.  

El autobús llegó al andén 24. En la sala de espera, Samuel se comía las uñas en espera de que Carmen llegara. A lo lejos, identificó la procedencia del vehículo y una inusitada emoción le invadió los rincones del cuerpo. Se acomodó el cuello de la camisa y puso la mejor de sus sonrisas.

Los pasajeros comenzaron a descender del autobús. Carmen bajó y Samuel corrió a su encuentro. La abrazó con la fuerza de la distancia y miró aquellos ojos con los que tanto soñaba. Ella, con una discreta lágrima, le correspondió el gesto y ambos quedaron hipnotizados por la presencia del otro. El imán que años atrás había hecho que sus labios se juntaran, apareció…


El timbre del despertador le recordó que debía iniciar sus actividades. Con gesto adusto, maldigo al tiempo, intentando recuperar el sueño y los labios de Carmen; no pudo. Por su cabeza, giraba una fecha, el recuerdo de un año más sin ella. 

@juaninstantaneo

viernes, 14 de febrero de 2014

En los ojos del otro (primera parte)

El primer día de clases había llegado para Carmen y Samuel. Eran unos infantes que estaban por enfrentarse al inicio de la primaria y a una larga cadena que habría de encontrarlos en muchos instantes. Aquella mañana de agosto, sus respectivas mamás los levantaron temprano, atrás quedaría la televisión con sus caricaturas y la cama calientita.

Con el sueño por guardaespaldas, los niños caminaron rumbo a la escuela. Carmen estaba plagada de emoción. Samuel temblaba ante la idea de dejar de ya no ver las caricaturas desde la mañana ni extender los juguetes que tanto le encantaban.

El reloj los apresuraba. Justo antes de entrar, sus mamás los abrazaron, les colocaron las mochilas en la espalda y les besaron la frente, mientras el deseo de buena suerte se extendía por sus voces. Sin querer y como una prueba de que el destino existe, pensarían después, se encontraron en la puerta de la escuela. La niña sonrió acostumbrada a hacerlo. El niño se apenó, inundándose la mejilla de cientos de colores.

El azar de los grupos y la cercanía de sus apellidos los colocaría en la misma banca. La convivencia y el tiempo los hizo convertirse en amigos. Justo cuando creían que no existía un punto de convergencia, la fecha de cumpleaños les dio una cachetada en la mejilla. Ambos compartían el día en que inició su vida: 14 de febrero.

Los cambios de grupo y las edades comenzaron a separarlos, mas por cuestiones externas que por el gusto de hacerlo. Cierto día, mientras la casualidad los encontraba en la mesa 25 del comedor escolar, quedaron que cada viernes se verían para platicar. Las burlas de los compañeros no se hicieron esperar y el canto de son novios se convirtió en una especie de colibrí que los asustaba y maravillaba.

Una de esos viernes, cuando ambos cursaban el sexto año, Samuel le contó a su amiga una de sus tantas tormentas: se iría de la ciudad. Su familia había sido amenazaba y tenían que huir. La niña, con poco qué decir, sólo atinó a guardar silencio y abrazar a su amigo.

Un día antes de su partida, se encontraron entre los llantos del fin de curso. Por primera vez, Samuel veía con ojos distintos a una Carmen que llevaba una flor blanca en la oreja. Le gustó y sintió el temblor tan revelador de ese estado. Alejados de sus padres y con el pretexto de despedirse de los amigos, ambos caminaron hacia la mesa 25 del comedor que tantos viernes los vio juntos.

Carmen lloró, mientras le decía que lo extrañaría. Samuel sólo calló ante el mar de emociones que burbujeaban en su interior. Como golpe oportuno, el niño recordó la pulsera que días antes había tejido para la niña; la sacó del bolsillo de su pantalón y se la mostró pidiéndole que se la pusiera y no lo olvidara. Gustosa lo hizo, diciéndole que lo recordaría.

Con la timidez a cuestas, ambos se levantaron para abrazarse y reconocerse en los ojos del otro. Una atracción nunca antes experimentada los hizo rozar sus labios, mientras sus corazones latían despavoridos. Era su primer beso y el inicio de una nueva historia.

@juaninstantaneo

martes, 4 de febrero de 2014

Homenaje

Una de esas tardes de febrero, se sentaron a mirar cómo la vida pasaba por los árboles. Ella se recargó en su pecho, mientras él hacía equilibrio para no caerse y mostrarse débil. Aún así, le gustaba sentirla cerca e imaginar las tardes futuras.

Aquella vez, decidió agachar la cabeza y perder su nariz en el olor de su cuello. Un mar de recuerdos le llenó las pupilas y sintió el temblor derivado del amor. El estremecimiento le tocó el corazón y quiso devorarla a besos. Poseedora de un sexto sentido inigualable, ella lo miró a los ojos, invitándolo a perderse en ellos.

Sin defensa, pues no la necesitaba, se aventuró a explorar aquellas pupilas de un café delicado. Mientras se dejaba llevar por la magia que la mujer le provocaba, el maremoto de recuerdos volvió a inundar sus costas.

Desde la parte más pequeña de su alma, sintió la urgencia de besarla y morir en los labios que ya adoraba. El rubor en sus mejillas reveló sus intenciones, mientras ella sonreía divertida por la escena.

Ella decidió acomodarse y mirarlo de frente. Por el cielo de sus pensamientos, el ruiseñor del recuerdo comenzó a surcarlo. Le impactaba la evolución de aquel niño que la cautivó por la infancia de sus ojos. Ahora veía a la persona con quien quería compartir la vida. Con los ojos brillosos por  la emoción, le susurró las palabras que en su vida juntos se había convertido en eternidad.

Él tomó las manos de la mujer para besárselas y el viento sellaba una unión construida desde los inicios de la vida. La tarde avanzaba, mientras el terreno se llenaba de niños y jóvenes parejas que buscaban el amor de las promesas eternas.

Alejados del bullicio, decidieron juntar sus manos y hablar del futuro familiar. Las  palabras de ambos generaron un niño y una niña que caminaban de las manos de sus padres. Emocionados, se trasladaron a la vejez que compartirían, mientras una lágrima rodaba por ambas mejillas.

La copa del árbol que los cobijaba se sacudió al rozar el amor de aquella joven pareja. La raíz le decía a la copa que nunca había visto tal complicidad y sintió celos de no poderla experimentar. Aturdidos por los sentimientos que en sus venas corrían, los enamorados se levantaron para abrazarse sin fin.

Como si fuera una burbuja, la complicidad los envolvió revelándoles la pasión que les carcomía las entrañas. Las manos reconocieron la otra espalda y comenzaron a andar el camino de tantas madrugadas exploradas. Con los ojos cerrados y los labios perdidos en el beso, perdieron la hora en que el sol comienza su viaje para dar paso a la luna.

Asustados, despertaron del idilio que envolvía sus cuerpos, mientras se tomaban las manos para encaminarse a su destino, Piscis los saludó en el horizonte. Como si no hubiera mayor presente que el ahora, decidieron detenerse y mirarse con pasión desbordaba. Sus manos se convirtieron en ráfagas de luces que desgarraron miedos y ropas. Con la mejor vestimenta del humano, se abrazaron para complementarse en un beso eterno, en dos cuerpos fundidos por el amor, por el sueño de felicidad, por una eternidad que Venus les regaló.


viernes, 24 de enero de 2014

Como la primera vez

Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a caminar mientras el cielo se tornaba de colores naranjas. Por su cabeza transitaban cientos de pensamientos que se atropellaban uno al otro.

De pronto, recordó que caminaba sobre un sendero empedrado; intentó concentrarse para no tropezar mientras recordaba las palabras de la mujer que más había amado en la vida: -no sé a quién se le ocurrió ponerle piedras al camino, ¡son incómodas!- La secundó y trató de centrar su pensamiento en aquella cara de sonrisa mítica y facciones delicadas.

Se le antojó sentarse y contemplar la huida del sol. Con ojos atentos, buscó el lugar indicado para reposar. Nuevamente, un golpe de recuerdo le llegó a los ojos; el parque era el que visitaba con la mujer que más amaba en la vida. La nostalgia le asomó por la mirada mientras trataba de recordar la banca que tantas tardes los vio contemplar el horizonte.

Bajo el cobijo de una buganvilia se abrazaban, fundiendo el aroma de sus perfumes. Ella, Melina, le encantaba tomar las flores caídas y ponérselas sobre las orejas. Él, Gustavo, disfrutaba de la imagen, mientras le dibuja corazones en el aire. En el parque se conocieron, comenzaron a frecuentarse y se enamoraron.

El rostro de Gustavo se descompuso al ver que el árbol que cobijaba su amor comenzaba a secarse. Fiel a su costumbre pensó que era el reflejo perfecto de su vida: seca y carente de esperanzas. Resignado caminó, mientras el viento arreciaba su embate.

Dejó caer su cuerpo sobre la banca y sintió cómo, sobre los hombros, le caía el peso de sus 50 años. Suspiró pensando que su futuro habría sido diferente si no hubiera emprendido aquel viaje fallido.

Una mezcla de celos le ascendió por el pecho cuando frente a él paseaba una familia. Cuánto habría deseado ser aquel hombre y que la mujer fuera Melina. La impotencia tomó forma de lágrimas que le hicieron recordar que tenía tiempo sin llorar. Gustavo dejó que sus sentimientos se vaciaran mientras el temblor del miedo, la ausencia e incertidumbre, sacudían su cuerpo.

Cuánto extrañaba a la mujer que le provocaba tanta dicha. Cuánto extrañaba experimentar mil y un sensaciones al besar los labios de Melina.

El sol estaba por ocultar su cara cuando el sonido de unos pasos, le atiborraron los oídos. Por breves instantes pensó que Melina se presentaría ante él y le diría que llevaba tiempo buscándolo, que, como Gustavo, lo extrañaba hasta morir y deseaba, como lo hacía el hombre, revivir su historia. No se equivocó.

Gustavo levantó los ojos para encontrarse con los de Melina. La mirada los reconoció con todas las nostalgias, miedos y tiempo pasado. Como si fuera la primera vez que se veían, las palabras se atropellaron, convirtiéndose en suspiros reveladores de pasiones contenidas.

Como si fuera  la primera vez le dijo que la amaba. Como si fuera la primera vez, se levantó para abrazarla y mostrar el cariño contenido que su alma guardaba. Como si fuera la primera vez, Melina le acarició el rostro para reconocer al hombre que conoció  a los 19 años. Como si fuera la primera vez, juntaron sus labios.

Como si fuera la primera vez, caminaron hasta perderse en la luna.