No lo conoció, sin embargo puede
afirmar que lo quiso mucho. Lo recuerda
por fotografías e imágenes de televisión que dejaron en su mente aquella figura
de rostro alegre, eterno bigote y ojos
que miraban al horizonte para confeccionar historias. Sonará pretencioso,
piensa, pero él fue uno de sus maestros, el que le instruyó, sin que lo sospechara,
la importancia de escribir bien, describir con los sentidos y amar un oficio convertido
en profesión encantadora y bella.
Aún recuerda la emoción que
experimentó cuando tuvo en sus manos la obra cumbre. Se paseaba por los
pasillos de la biblioteca buscando aquel libro que, había escuchado, era
complicado por la cantidad de nombres que poseía. Como quien se empecina por
hallar un tesoro, escrutó en los estantes.
De pronto, la clasificación anotada
en sus manos comenzó a tomar forma en los lomos de los libros. Como quien busca
la mirada amada, entornó los ojos. La emoción le alborotaba las entrañas y
entendió que el amor a la literatura existe y
comienza por descargas de adrenalina similares a las del enamoramiento.
Mientras con la vista recorría los
nombres de los libros, recordaba el primer acercamiento a su obra: “La luz es
como agua”. Maravillado y exagerado, deseaba conocer la obra cumbre del
periodista y literato que definió al periodismo como el oficio más bello del
mundo. Por fin lo halló.
Tomó uno de los dos ejemplares
disponibles y corrió hasta la última página para saber si el libro podía salir
de la biblioteca. Sonrió al ver que podía sacarlo y corrió con la malencarada
bibliotecaria a pedir el préstamo. Tendría una semana para leerlo.
Como a la gran mayoría, el primer
párrafo lo demolió; le sorprendió la manera de hilar las oraciones y la
evocación de un recuerdo como el inicio de la historia; desde ese momento supo
que cuando él escribiera, los recuerdos tendrían un papel trascendente en sus
letras.
Siguió con la lectura y quedó
maravillado. Disfrutaba de la lectura y sentía acercarse a la plenitud de un
estado: felicidad, pensaría después.
La decepción llegaría cuando se dio
cuenta que debía regresar el libro sin poder concluirlo. La rutina lo había
vencido. Tras dejar el escrito en manos de la bibliotecaria, pensó en regresar
al siguiente día y pedirlo prestado nuevamente. Pero la esperanza es como esos
dulces que uno tanto anhela: encanta e ilusiona pero tiende a acabarse.
El desencanto tomó forma en sus
visitas a la biblioteca en busca del libro anhelado. Su ausencia era la
constante y la impotencia de no haber concluido la lectura, le pegaba.
El reencuentro del fin
El jueves santo se viste de tristeza
y luto cuando agoniza para dar paso al viernes. Pero, en esta ocasión, la tristeza
llegó antes.
Encendió el televisor para saber la
hora. El canal de noticias presentaba una cápsula dedicada al escritor. La idea
lacerante de su partida cruzó su mente, la desechó buscando refugiarse en la
idea del homenaje a propósito de su delicado estado de salud. El segmento
terminó con la lectura del primer párrafo de su obra cumbre, justo cuando el
cintillo de la pantalla anunciaba la noticia: había muerto.
Ahogó el grito y sintió un temblor
en el cuerpo, buscando refugio le contó la noticia a su amada. No pudo
evitarlo, se derrumbó pero ahogó las lágrimas y recordó que días antes, pensó en
la fatalidad y oscuridad que rodearía su alma cuando él se marchara. Aquella noche
de sábado lanzó una súplica vuelta suspiro: no te mueras nunca, tú no. Utopía pura.
Salió a caminar junto a su amada. Los
pies se hundían en la arena y su mente viajaba a las ocasiones en que sus manos
tuvieron encima sus libros. Recordó el reencuentro con la obra cumbre y la
emoción que sintió al volver a empezar la lectura. Era la revancha. El momento
deseado.
Devoró las páginas disfrutando de
la historia, la descripción de lugares, la construcción de personajes y la
forma en que envolvía al lector en el mundo del libro, en aquel pedazo de
tierra tan real y mágico a la vez.
Mientras perdía la mirada en el horizonte marino, trajo a su mente a Fermina Daza y Florentino Ariza. Recordó la manía del hombre por las rosas y el amor descarnado que le profesaba a ella. Se emocionó cuando ante sus ojos apareció la frase final de aquel libro. Vistió sus pensamientos de una niña mordida por un perro con rabia y la confusión que en el pueblo caribeño había representado el suceso, al grado de pensar que la infanta tenía una posesión demoníaca.
Al ver las lanchas bailar por las
olas, pensó en el náufrago colombiano y después en aquel hombre destinado a
morir. Maruca llegó en forma de paseante y temió que la secuestraran. El
anciano que caminaba a paso lento, se materializó en aquel coronel en espera de su pensión y después tomó
la forma del viejo de 90 años que se “regaló” la compañía de una jovencita.
Con forma de flores amarillas
Aquella mañana corrió para alcanzar
lugar. La parte baja de la sala lucía llena. No podía negarlo, estaba ahí por
la presencia de quien se había convertido en su escritor favorito. El
homenajeado le importaba poco aunque decir eso, en ese momento, era como
colocar su cabeza dentro de una soga.
El momento llegó, al estrado subieron
los participantes. Fuentes primero, después su amigo, García Márquez. Se sentaron.
“Gabo” se levantó apoyado de un bastón y la gente correaba su nombre, mientras
se deshacían en aplausos. Era lo más cerca que él estaría de su escritor
favorito.
El recuerdo lo golpea justo cuando
lee las crónicas del adiós en Bellas Artes. Cierra el puño y maldice por no
haber asistido y gastar su día imprimiendo unos carteles que sólo serán
utilizados unas cuantas horas.
Cuánto habría deseado estar ahí y
ver cómo el cariño tomó forma de flores amarillas.
Dicen que para ser inmortal se debe
escribir el nombre de las personas, parejas o sueños en el mar y dejar que éste
se los lleve y los mezcle en la inmensidad de su cuerpo, sólo así, en el mar,
no mueren.