martes, 17 de diciembre de 2013

Sorpresas

Ramón se levantó muy temprano. Era 23 de diciembre y el calendario le había jugado una mala pasada.

A sus 5 años, esperaba la llegada de Santa Clos con muchas ganas.

Ingrid, su mamá, sabía la cantaleta de cada diciembre: mamá, mamá, ya va a venir Santa Clos, clamaba el pequeño siempre con una enorme sonrisa.

Aquella mañana, Ramón corrió a la cama de sus papás para gritarles, en medio de lágrimas, que Santa no había llegado. La tragedia infantil se hacía presente en casa.

Su mamá, con la sabiduría de los años, lo invitó a subir a la cama, le acarició la mejilla y con la voz más dulce le dijo: hijo mío, Santa llega hasta mañana, no te preocupes, debes estar tranquilo.

Andrés, su padre, se talló los ojos y reconoció en las ansias del niño las suyas. Le extendió el brazo y le preguntó: -¿te portaste bien?- el niño, con la inocencia de su edad contestó que sí.

Entonces -prosiguió el padre- no tienes de qué preocuparte, Santa llegará, ahora a dormir, que aún es muy temprano.

Ramón encontró calma en las palabras de quienes eran sus héroes.

El día previo corrió con inusitada rapidez.

La noche llegó y con ello la ansiedad en Ramón.

Se dispuso a bañarse y cenar lo más rápido posible. Miró el reloj de la pared y vio que apenas eran las 9 de la noche, muy temprano para un niño acostumbrado a dormir a las 11 de la noche y ver a su padre.

Pero la ansiedad era grande.

Mamá, mamá, ¿me cuentas un cuento? -dijo Ramón- es que no tengo sueño, pero si me cuentas un cuento puedo dormir más rápido.

Ingrid miró con ternura a su hijo, lo llamó para abrazarlo y susurrarle en el oído que lo haría.

Mamá comenzó con aquel viejo cuento de los fantasmas navideños, siguió con otro que su padre le contaba en la niñez y terminó inventando uno sobre conejos y hadas.

Ramón comenzó a dormirse poco a poquito, mientras su cabeza se llenaba de las imágenes que su mamá dibujaba con palabras.

A las 12 de la noche Andrés llegó a casa. Besó a su esposa y le dijo que la sorpresa estaba hecha.
Debajo del árbol colocó una cajita que en su interior tenía coches. Le puso una tarjeta y se dispuso a dormir con la satisfacción del deber cumplido.

Mamá, mamá, papá, Santa llegó -Ramón corría con la cajita en las manos, en la cara llevaba la sonrisa que da la auténtica felicidad.

Pero -prosiguió el niño- no me trajo todo lo que pedí, -una mezcla de desilusión torció la sonrisa del niño-.

Sus padres se levantaron para ver el regalo del niño; Ingrid miró con enojo a un sonriente Andrés.

Mientras Ramón veía cada uno de sus coches, tocaron a la puerta. Como si fuera un automóvil real, el pequeño corrió a abrir. El grito de Ingrid fue detenido por un Andrés que le pedía dejara que el pequeño abriera la puerta.

Mamá, papá, ¡Santa está aquí!


Fin.

@juaninstantaneo

viernes, 4 de octubre de 2013

No lo hagas...

Enedina retoza a su lado, puede escuchar la respiración de la mujer que tanto le significa. Adrián se siente pleno. No había experimentado sensación parecida en la vida. La disfruta, sabe que cuando el sol comience a asomar, deberá huir. Deja que su mano derecha se hunda en la femenina cabellera, por la alfombra negra pasea sus dedos, intenta grabar cada milímetro de ese cabello que a la luz del sol tiende al café.

El cuerpo de Enedina tiembla, sus movimientos la han destapado, tiene frío. Adrián se ha dado cuenta y le tiende la cobija, siente el roce de la piel en sus dedos. Imposible no suspirar, piensa mientras una mezcla de delirio y tranquilidad le colman el cuerpo. Si tan sólo pudieran escapar…

Afuera la luna introduce su haz por la ventana, quiere ser testigo del último encuentro de dos amorosos que tienen a la clandestinidad como su aliado. Es octubre. El reloj timbra, Adrián extiende la mano para mirar la hora: 3:00  de la madrugada, “la hora muerta”, diría su abuela, la hora en que todos los espíritus pasean por la tierra, la hora donde no reina Dios.

Sacude la cabeza con la esperanza de alejar esos pensamientos, se refugia en Enedina, en las imágenes que comienzan a agolparse en su cabeza: los besos furtivos, las caricias que pretenden no encontrar fin, las prendas cayendo, los cuerpos encontrándose en suspiros, la eternidad conseguida en el abrazo perfecto, la plenitud en los brazos del otro. Suspira, si tan sólo pudieran escapar…

Un estruendo lo sacude, lo espanta, es el primer indicio, la llamada a escapar; se odia, siente cómo la desesperación comienza a carcomerle las entrañas, no quiere huir, quiere quedarse ahí, en ese rincón del mundo donde puede amar y ser amado.

Enedina ha sentido la inquietud del hombre que tanto ama, despierta, lo mira con ternura; la paz en sus ojos, piensa Adrián. Ella extiende la mano como buscando darle consuelo, hacerle saber que no está solo, que ella se encuentra ahí, a su lado. Se miran para reconocerse, la oscuridad de la habitación no es barrera; acortan distancias, se rozan los labios, sus cuerpos se encienden, se buscan con insistencia, con el deseo de no apartarse, lo saben y se entregan al delirio.

Escapemos juntos –dice una aguerrida Enedina-

No puedo permitir que compartas esta carga –responde un duditativo Adrián-

¿Pero, quién te dijo que debes de cargar tanta responsabilidad?, no seas egoísta, no te creas el héroe del mundo, nadie está destinado a ello –un destello de furia cruza los ojos negros de la mujer.

Debo hacerlo, sólo yo conozco el lugar, sólo yo tengo la confianza de los otros, me he preparado mucho tiempo para esto como para arrepentirme en el momento justo –la decisión vuelve a aparecer en el rostro de Adrián-

¿Y nosotros…? -susurra Enedina.

Adrián calló, no habló más, sólo le extendió el brazo y la cobijó junto a su pecho. No podría contestar, no tenía respuesta, en su interior la pelea se suscitaba: continuar o declinar. Sabía que lo primero le garantizaba una venganza que tanto necesitaba pero que la muerte también llegada; la segunda le permitiría vivir un amor que creyó negado y que, sin admitirlo, le ayudaría a sanar viejas heridas.

Quería escapar, alejar la carga de sus hombros y amar a Enedina por la eternidad.

La carga le ganó.

El reloj sonó cual gallo bíblico, la hora había llegado.  

Se calzó las botas negras, al interior del cinturón introdujo una navaja. Del respaldo de la silla tomó la cazadora negra que colocó en su cuerpo. La pesadez de su tarea lo sofocó. Enedina lo miraba sin poder evitar sentir furia y llanto.

Colocó el reloj sobre su muñeca y una pistola en el interior de la cazadora. Se miró al espejo, tenía los ojos hundidos y una pronunciada línea sobre la frente. Intentó bromear con su estado sin poder conseguirlo, Enedina estaba furiosa.

Se acercó a la cama donde horas antes había alcanzado la plenitud. Buscaba el rostro de Enedina, una última mirada, ella se lo negó. Llevó su mano a la nuca para quitarse la medalla que desde niño lo acompañaba.

Enedina, escúchame, por favor –la voz de Adrián suplicaba.

Conmovida le mostró el rostros, extendió la mano para palparlo, tal vez, por última vez. Adrián la miró con una ternura que no reconocía en su interior, decidió hincarse y adorarla en silencio.

El reloj volvió a recordarle su misión.

Adrián dijo:

Enedina, escúchame, dame tu mano, por favor, quiero darte algo que para mí significa la vida. Desde pequeño la he tenido, fue un regalo de mamá, yo tenía cinco años. Seguro no me creerás, pero me la dieron el día en que tú naciste; suena increíble pero así fue.

Recuerdo que aquella tarde, mamá me abrazó con una fuerza que pocas veces he experimentado. Después me colocó esta cadena, me sorprendió mucho que fuera una llave. Desde ese día me ha acompañado en todo momento, en los instantes tristes y alegres. Recuerdo que cuando nos conocimos te sorprendió, exclamaste que nunca habías visto algo parecido, nunca te revelé la coincidencia de que la compraron el día de tu nacimiento. Esta medalla guarda mi esencia, en ella he depositado mis más grandes ilusiones y sueños. Quiero que tú la tengas, que se quede contigo por la eternidad, por favor tómala.

Enedina se levantó. Adrián entendió el gesto y le colocó la medalla en forma de llave. El pecho desnudo de la mujer se sobresaltó ante lo frío del metal. Se miraron, se abrazaron, se prometieron tanto que no pudieron contener el llanto.

No te vayas, no lo hagas…


Las piezas del reloj se regaron sobre la mesa mientras los cuerpos se fundían en la medalla.

@juaninstantaneo

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Hijo, continúa

La pesadumbre cayó sobre los hombros de Andrés. Lucía triste y distraído. Al pasar por la cocina miró a la pared y vio al calendario marcar un fecha fatífica: viernes 13. Comenzó a lamentar su suerte mientras se dirigía al sótano, quería calma y ese lugar se la daba.

Bajó. Buscó el apagador para encender la luz. Se dispuso a sentarse mientras la caja con las cartas de su padre se le revelaba, no la recordaba pero sintió alegría de mirarla.

Se levantó para dirigirse al tesoro que su padre le había heredado. Hundió la mano izquierda hasta el fondo de la caja, dejó que el azar determinara lo que hoy leería.

Desdobló la hoja y comenzó a leer:  

Hijo, mi pequeño niño, te escribo en un día particularmente difícil, sé que tú también pasarás por días así, por eso te escribo para que sepas lo que tu padre sentía y puedas, de alguna manera y si lo consideras, aprender de ello y no sumirte en el estado de desconcierto por el que yo paso.

Hoy, hijo, pude constatar que para los poderosos es fácil tronar los dedos y ordenar pasar por encima de gente que está en su legítimo derecho a protestar, para aquellos es sencillo ordenar y mandar a policías a desalojar una plaza que, en teoría, pertenece al pueblo de México, no les cuesta, no les duele confrontar a iguales.

Éste ha sido un viernes triste, el cielo llora y luce su manto gris. No es justo que tengan que pasar este tipo de cosas, de atropellos; no te miento, hijo, si hoy te digo que he perdido la esperanza en la gente, en mi persona, que hoy pienso que el país se nos ha ido de las manos y va rumbo a un abismo. Me duele pensar así.

Ojalá y me equivoque y estemos a tiempo de salvar esta tierra que tanto nos ha dado, ojalá y lo de hoy sea un detonante que derive en acción, que nos haga responder, quitarnos el yugo y empecemos a luchar, a vivir.

Estamos en vísperas de una de las fechas que más me agradaban del año. La llegada de septiembre traía consigo todo un mosaico de colores que acrecentaban mi sonrisa. Con  las fiestas patrias venía el confeti, las banderas, los sombreros y el colorido sabor de la comida, ni que decir que todo esto era acompañado de la algarabía y alegría de la gente.

Sin embargo, este año veo las cosas distintas. Todo parece gris. En lugar de tener ganas por gritar: ¡Viva México!, quiero clamar injurias, maldecir a aquellos que se creen dueños del país. 

Me  duele, hijo, mi México me duele; digo mío porque así lo siento, porque desde niño aprendí a querer esta tierra, a conocerla a través de su historia y sus tragedias, a sufrir con ella. He luchado y peleado por ella pero hoy la miro desmoronarse y sangrar.

Lo peor es ver a la gente avalar y aplaudir la violencia, anteponer esto elementos al diálogo, preferir el uso de una tanqueta, escudo y tolete al uso de la palabra razonada. Es triste saber que para ellos es mejor exigir que el Estado aplaste a que escuche a quienes  están inconformes.

La situación es difícil, hijo. Aquellos que disentimos somos borrados por el México de ficción que han implantado quienes prefieren el aplauso a reconocer fallas o problemáticas. Hoy se oculta el dolor y se cambia por imágenes “perfectas” de un país de ¿paz?

Hijo, te miro dormir en tu cuna y siento coraje al pensar que tú podrías pasar por algo similar. Sé que esta carta pinta fatídica, pero no te desilusiones. Hijo, te lo he dicho y hoy lo repito: aunque la noche sea más oscura, no te venzas.

Hijo mío, lucha. El mundo necesita de locos aventurados que sean capaces de levantar la cara, mirar a los ojos y con dignidad continuar para mostrarle al “poderoso” que la voluntad y el deseo de cambio con más fuertes que sus armas.

Enciende la luz de la esperanza,  ve a tus adentros y llénate de la fuerza que vive en tu corazón; mira a la gente, reconócela como tu igual. Alienta la llama de la lucha con el viento del conocimiento y protégela con el escudo de tu libertad.

Hijo: luchar es vivir.


Quien te quiere, papá.

@juaninstantaneo

jueves, 22 de agosto de 2013

A mi hijo

Con sigilo, Andrés bajó las escaleras del sótano. La oscuridad lo abrazó como una madre lo hace con su hijo. 

Fijó su objetivo en la caja de huevo que vio al fondo de la habitación, respiró al saberse cerca del objetivo.

El corazón se le aceleraba a medida que la distancia se volvía más corta. Posó sus manos sobre la caja. Con la palma despejó la capa de polvo. Abrió la caja, el secreto más grande, la herencia de la que tantas veces le había hablado el padre por fin sería descubierta por el hijo.

Andrés no pudo evitar la sorpresa al ver la cantidad de papeles que la caja contenía. Por momentos, la desilusión cruzó por sus ojos. Introdujo su mano y al azar sacó una de las hojas blancas. Reconoció las letras de Manuel, su padre. Comenzó a leer:

Hijo:

Sé que tu curiosidad te llevará a buscar las cartas de las que tanto te he hablado. Ésta que tienes en tus manos es una de ellas, la quinta que escribí, pero la primera que me gustaría leyeras. Imagino tus ojitos soñadores deslizándose por el papel, imagino la sorpresa que se ha de estar generando en tu carita.

Quisiera que supieras que nunca estarás sólo, de una u otra manera estaré a tu lado para protegerte, sólo quiero pedirte valentía, fuerza y mucha entereza, la vida no es fácil pero si persigues tus sueños y luchas cada día por conseguirlos, se te hará más llevadera.

Lo anterior no quiere decir que en el camino el disfrute de la vida se te niegue, al contrario: sé que tu futuro será prometedor, aprenderás, tendrás amigos, te enamorarás y crearás ilusiones compartidas, terminarás una carrera y comenzarás a crear una familia, los hijos llegarán a ti y junto a tu pareja vivirás tranquilo, porque, déjame decirte una cosa, la vida vale la pena cuando encuentras con quién disfrutarla y compartirla.

Seguro, en estos momentos reirás y sentirás escozor en las mejillas, pensarás que eso a ti no te pasara, pero, para serte sincero, todos transitamos por ese estado, la niñez nos permite despreocuparnos del futuro y ésa es una gran ventaja; la adolescencia nos hace aventurarnos; la adultez preocuparnos y la vejez contemplar el tiempo.

Hijo, tal vez el mundo te dé miedo, tal vez en muchas ocasiones tengas ganas de llorar y refugiarte en los rincones de tu cuarto; tal vez, eso es seguro porque tu mamá y yo así somos, te dolerán los otros, te preocupará el futuro y tu país; tal vez pienses que nada ha valido la pena.

Pero te pediría te des la fortuna de soñar, de sentirte capaz de seguir y vencer cualquier obstáculo, de ser capaz de disfrutar los instantes que la vida nos brinda. Si aprendes eso, podrás eternizarlos, guardarlos en tu corazón y evocarlos cuando la nostalgia te pise los talones.

Tal vez cuando estés leyendo esta carta vivas momentos de zozobra, pero hijo, dejarse vencer no es opción.

Hijo, sueña. Hijo, vive. Hijo, aventúrate. Hijo, pelea. Hijo, no te abandono.

Atte.
Papá


@juaninstantaneo

miércoles, 7 de agosto de 2013

La taza cayó


Felipe espera. El reloj suena y la ausencia no tardará en tatuársele en los ojos. Se estira en la cama, levanta la cobija que cubre su rostro y mira cómo la luz ilumina el cuarto, a un lado Silvia se alista para comenzar un nuevo día.

Da los últimos toques al maquillaje de su rostro. Arregla la mascada color verde que vestirá. Se alisa el chaleco negro y acomoda el cuello de la blusa blanca. Silvia voltea hacia la cama en busca de aquella mirada cómplice de Felipe, quiere que le diga: no te vayas, quédate conmigo y reencontrémonos en la cama, ahí donde nos descubrimos en nuestra esencia, en la forma más básica. Pero hoy no la encuentra.

Felipe se ha deslizado de las cobijas para llegar a la cocina. Le preparará el desayuno a su amada. Se apura, sabe que Silvia tendrá que apurarse, tomar su maleta de viaje e iniciar su andar por los aires. Hundido en sus pensamientos no siente cuando el cuchillo roza su dedo. Sangra y una extraña idea le surca por la cabeza: sufrirá, no será un buen día.

Sacude su cabeza con la intensión de ausentar dichas ideas. Decide concentrarse en el sartén que ya desprende vapor. A lo lejos escucha cómo Silvia tararea la canción de los dos. Felipe sonríe cuando voltea a mirarla. Se llena los ojos de ella, reconoce cada una de las líneas de su cuerpo, las arrugas que comienzan a formársele en la frente y la forma en que sus mejillas se sonrojan.

Silvia come aprisa mientras con las manos agradece el gesto de Felipe. Con los dedos le forma un corazón y se lo lanza al viento. La complicidad es lo de ellos, siempre lo ha sido.

El jugo de naranja desaparece del primer vaso que compraron después de casados. Saben que la hora de despedirse se acerca y buscan alargarla, pero el tiempo es su enemigo y el reloj les recuerda sus obligaciones. Ella saldrá al aeropuerto a trabajar como aeromoza; él se transportará hasta su oficina en el centro de la ciudad.

La maleta espera detrás de la puerta mientras ambos se enlazan en un beso que busca no tener fin. Sus corazones palpitan al unísono como la primera vez que juntaron sus labios. Se saben felices.

Deben separarse aunque el amor y la pasión se los impide, la mascada ha terminado en el suelo y la blusa y camiseta amenazaban con lo mismo hasta que el sonido de la alarma del celular los hizo regresar a la realidad.

Se dijeron “Te amo” como la manera de reafirmar el compromiso que hace dos años habían adquirido.

Felipe leyó el mensaje que apareció en su teléfono celular. “A las 3 salgo rumbo a Francia. Besos.” Contestó a la brevedad mientras un dejo de impaciencia le atormentaba la piel.

Impasible el reloj siguió su marcha. Felipe giró la cabeza para mirar la hora. Suspiró. Silvia habría despegado hace cinco minutos. Se levantó con la esperanza de observar pasar al avión por las ventanas de su oficina. Creyó verlo. Se sintió estúpido al pensar esa posibilidad y decidió hundirse en el teclado de su máquina. No pudo, un presentimiento lo atormentaba.

Decidió prepararse una taza de café para calmar sus nervios, mientras el agua se calentaba tomó papel y pluma, hace años que no le escribía una carta a Silvia. Empezó a redactar con el corazón tintineándole como tambor. Deslizaba la pluma sobre la hoja a la par de los recuerdos de sus días con Silvia. Sin encontrar explicación, las lágrimas le salieron por los ojos.

El sobresalto aumentó cuando escuchó cómo hervía el agua de su té. Corrió a apagarle a la estufa mientras le escribía un mensaje a Silvia. “No te olvides de avisarme cuando llegues, te amo”, redactó.

De pronto, su taza de té cayó, en el aire el avión falló.

@juaninstantaneo

lunes, 24 de junio de 2013

El beso del sí



Todo empezó una madrugada de febrero. Ella dormía a su lado, la noche los había encontrado amándose con la pasión que poseen los enamorados y los más pulcros amantes. Se desgastaron los labios en besos que tocan el alma; sus cuerpos se volvieron uno mientras sentían que el tiempo se detenía en un eterno suspiro... La abrazó mientras miraba el techo  de su cuarto, en sus brazos Ana cerró los ojos para perderse en el sueño. Fermín quería hacerlo pero una idea surcó su mente con la claridad que sólo poseen los planes bien pensados: le pediría casarse.

Nunca, según recuerda en su historial de anteriores pasiones, había sentido tanta certeza al tomar una decisión; nunca había querido, amado, a una mujer como lo hacía con Ana.

Temía una cosa: la reacción que la mujer de mejillas sonrojadas podría tener. Sabía que ella lo amaba, pero no si su amor, como la llamó después del quinto mes de noviazgo, estaría dispuesto a dar ese paso.

Aquella madrugada no paraba de pensar en la posible respuesta que Ana podría formular, temía. Intentó persuadir sus miedos mirándola dormir, se dejó envolver por las sensaciones que recorrieron su cuerpo cuando miró el cuello, los hombros y la piel desnuda de una Ana que exhalaba un delicado aroma a vainilla.

Por la mañana se levantó procurando no despertarla. No había dormido bien porque la duda lo asaltaba: pedir o no matrimonio. Dispuesto a disipar su duda, buscó el anillo que Ana portaba, recuerda, la mañana en que se conocieron. Lo encontró en una cajita de aretes que descansaba en el tocador. Se calzó las botas y cogió una chamarra para salir aquella atípica mañana fría de febrero.

Tomó el camión que lo dejaría justo en la entrada del metro. El centro de la ciudad sería su destino. Llegó con el nerviosismo de alguien que sabe guardar ciertos márgenes de incertidumbre para tener calma.

Era la tercera tienda que visitaba y no sentía haber encontrado el anillo indicado. Pasó los ojos por los exhibidores del quinto local que visitaba. Lo vio: plateado y con la elegancia digna de su amada representada en un discreto diamante. Su mente, bastante imaginativa, lo llevó a pensar en cómo luciría la delicada y afilada mano de Ana. 

Se acercó con sigilo para observarlo de mejor manera. La vendedora lo sacó del idilio al preguntarle si necesitaba ayuda. Tartamudeó.

Recuperó el alivió cuando vio el reloj que adornaba su brazo. La vendedora, de ojos color almendra, lo guió con la maestría de quien conoce su labor y está dispuesta a enseñar. Al paso de los minutos, la tensión encontró alivio y Fermín el anillo.

Eran las 11 de la mañana cuando Fermín regresó a casa. Se deslizó por la puerta del cuarto, Ana seguía dormida. La conocía  y eso le permitió armar una pequeña sorpresa.

La mujer abrió poco a poco los ojos, esos ojos que atraparon a Fermín mientras intercambiaban silencios una tarde de abril; Ana se sorprendió al ver el girasol que tenía enfrente y la nota pegada en el tallo. Se dejó guiar por las indicaciones mientras extendía la mano que fue tomada por él, a la par recitaba el poema que los definía. 

Las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de Ana, estaba conmovida. Fermín formulaba un poema mientras su voz comenzaba a entrecortarse...

"...Es como fuego,
la sensación que eriza la piel,
el calor que alivia el frío, 
la calma ante el miedo

Es el futuro, 
el destino uniéndonos en un beso,
un abrazo que quiero, que pido, sea eterno, 
como el amor de los dos,
como la ilusión de ser de ti y que seas de mí...

en una pregunta, en una respuesta, 
en una propuesta que susurro ante ti..."

Fermín guardó silencio. Con la mano libre sacó el anillo y comenzó a deslizarlo por el dedo anular izquierdo de Ana. Ella no pudo evitar abrir los ojos mientras se abalanzaba a los brazos del hombre que le pedía unir sus vidas por la eternidad.

El sí de beso tomó forma.


@juaninstantaneo

martes, 7 de mayo de 2013

El vértigo de la tarde


Mariana, la tinta de mi inspiración


Javier anda lentamente. No quiere que sus pasos consuman el camino que le queda por delante, desea extenderlo, que, si es preciso, se haga eterno. Quiere esperar, no importa el tiempo, pero esperar. 

Desganado, desliza los pies por el suelo, lleva la cabeza gacha y el recuerdo de Daniela atravesado en los ojos. Sabe que no debería estar así, pero su ausencia lo mata.

Sigue y parece convertirse en una sombra que se evapora con el leve viento, a su lado los otros cuerpos andan deprisa, como queriendo correr con el tiempo, pero él espera lo contrario: tomarlo, verlo fijamente y poder descomponerlo en ínfimas partes, sentarse y reconstruirlo mientras llega el momento del reencuentro con Daniela. Quiere hacer una flor y obsequiársela a la mujer que considera de su vida, mientras la envuelve en un abrazo capaz de curar todo.

Pero el tiempo se le escurre entre las manos y sigue avanzando. Javier se detiene cuando el semáforo le recuerda para qué es el color rojo, agradece y suspira cuando por su mente pasan las tardes donde de la mano de Daniela conquistaba caminos…, la extraña y lo dice con una mezcla de llanto y súplica.

La sabe lejos, bien pero lejos. Quiere correr y posarse frente a ella, besarle la frente, abrirse el pecho, extraer su corazón y dárselo en ofrenda a un amor que, murmura, es eterno. Gira la mirada a la izquierda y contempla a las parejas que se vuelven uno en su abrazo. Aprieta el puño envidiando esa sensación que recorre el cuerpo cuando encuentra a la mitad del alma. Se toma la mano y siente la pulsera que ambos compraron una tarde de domingo en el Zócalo de la ciudad mientras el himno nacional retumbaba en ese espacio. Sonríe, apenas, ante ese momento que se alojó en la mente al ser el quinto aniversario de su historia.

El recuerdo se desvanece cuando una pelota le toca el hombro. Sigue su cansino andar con el peso de la nostalgia sobre la espalda. La tarde avanza mientras las nubes grises dan matices a la sensación de ausencia que pesa en su corazón. La necesita, la quiere a su lado pero el presente se la niega.

Su destino se le revela como el faro a los barcos en medio del mar. Sonríe con ironía al saber que no la verá y tendrá que conformarse con soñarla y sentir que ahí el amor es eterno. 

De pronto, justo cuando comenzaba a bajar la mirada, un aroma a manzana le rodea la nariz, unas botas azules se le posaron de frente mientras sentía el calor de esos tiernos brazos rodeándole el cuello.

Levantó la visto y su cara se descompuso en una mueca sincera. 

@juaninstantaneo

lunes, 29 de abril de 2013

Ojitos tristes II


A mi musa, MM


La noche era perfecta. El amor los juntó mientras se despojaban de los miedos y las dudas. Sabía qué debía hacer. La tomó de la mano para posarla frente a sí. Le rodeó el rostro con las manos mientras dejaba que sus ojos emanaran ternura. Ella respondió con un guiño y unas palabras que le aceleraron el corazón: ¡qué ojitos tan bonitos tienes!, le dijo.

Tembló al escucharla y sólo atinó a contestar entre suspiros: son tuyos, estos ojos son tuyos; tómalos que hoy te los entrego, te entrego su reflejo para que te mires en él; te obsequió el calor que desprenden para que cuando la tristeza te amenace, puedas cobijarte con ellos; te entrego, también, mi corazón que palpita por ti…, siéntelo, míralo deshacerse ante tu divina presencia.

Le tomó la mano y se la posó en el corazón. La piel de ella se le crispó ante la sensación de escuchar y sentir a un corazón latiendo con intensidad.

Y ¿sabes? –prosiguió- Haz alejado la tristeza de mis ojos, los haz poblado de amor, de tu enigmática presencia, de tu diáfana belleza.

Guardo un breve silencio. La respiración acelerada de ambos se convirtió en la música de una noche de luna llena. Sin soltarle las manos, apoyó la rodilla izquierda en el piso y dijo:

Y hoy me declaro: tu eterno enamorado. –sobre la ropa le besó el ombligo. Sintió el estremecimiento que había provocado en el otro cuerpo.

Silencio, otra vez. Buscó levantarlo, él entendió y se puso de pie mientras ambos depositaban el mirar en aquellos ojos que tanto amaban.

Tus ojitos siempre son tristes –le dijo- y sinceros, sé que en ellos no cabe duda ni miedo. Y yo, te confieso, cada que los miro encuentro ese amor que tantas veces me has declarado.

Se abrazaron con la intensidad que brindan los sueños del mañana. Se besaron con la necesidad de no alejarse y perpetuarse en la noche y lo días por venir. Se amaron en  la búsqueda de vivirse y descubrirse en el otro mientras ella susurraba:

Mi amor de ojitos tristes.  

@juaninstantaneo

miércoles, 24 de abril de 2013

Ojitos tristes




Su lamento se estrella contra el sonido del despertador. Natalia intenta abrir los ojos más por compromiso que por gusto, recuerda que el día ha comenzado y debe levantarse. Estira los pies y los brazos como invitando al resto de su cuerpo a despertar. El bostezo le increpa y la nostalgia le vuelve a la cabeza.

Vacila. Con las manos se toma el cabello e intenta alaciarlo un poco. Comienza a acercarse al espejo que tantas mañanas la ha visto, se mira y comprueba lo que Andrés le dijo la primera noche que compartieron más que una cama: “tus ojitos son tristes”. El suspiró se perdió entre la lágrima que recorrió su mejilla mientras buscaba el celular.

“Tú los haces felices”, le respondió aquella noche mientras esbozaba una sonrisa que sintió diáfana y sincera. Andrés se dejó invadir por la revolución que Natalia provocaba en sus adentros y le entregó el corazón en un beso que supo los ligaría por la eternidad.

Natalia comenzó a escribir en la pantalla del móvil mientras su mente le jugaba una mala pasada…

Josué le tendió una miraba llena de reproche y dolor. Natalia lo sabía y sólo atinó a verlo con la esperanza de que el mal momento pasara. Nada, el destino sabe cuándo terminar aquellos encuentros que son transitorios y sólo se convierten en parte de la experiencia…

Decidió llamar. El teléfono comenzó a sonar y su corazón se alteraba, la voz de Andrés siempre la pasmaba. La conversación le regresó el alma a Natalia, quien sintió la calma que da el amor. “Ojitos tristes”, murmuró para sí, mientras sonreía al recordar que en horas se habría de casar.


@juaninstantaneo

lunes, 8 de abril de 2013

Tributo

Dejar constancia del amor y pasión que experimenta por la mujer que tanto lo hace 

estremecer, era su empresa, su aventura, su último tributo. 




JPSC
@juaninstantaneo

domingo, 24 de marzo de 2013

¿A dónde vas?


Hasta pronto, D.O. 

¿A dónde vas, Samuel?, le gritaron, ¡No te vayas, te necesitamos!, clamaron.

Samuel no escuchaba, caminaba con el semblante tranquilo por la vereda que se abría a su paso. Se sentía en paz, como hace tiempo no lo hacía. Miró sus manos y encontró un destello de luz que le sorprendió, las alzó para ver si era el efecto del Sol, no era así, él desprendía luz.

De pronto, la huella del recuerdo cruzó por su cabeza. Rostros familiares se materializaron ante él. Los reconoció y por su boca cruzó la sonrisa más sincera y amplia que recordaba haber emitido. Algo no andaba bien, quería tocarlos, acariciar sus mejillas pero ellos se desvanecían.

A paso decidido, continúo. No podía ni quería detenerse, una especie de aire lo empujaba a seguir, no intentaba entenderlo porque, sabía, no había necesidad de ello.

¿A dónde vas, Samuel?, volvieron a gritar, ¡No te vayas, te necesitamos!

Ema dejó caer el celular sobre la cama, sintió cómo su cara se descompuso y se sumió en un cansancio similar al de tres días sin dormir. Momentos antes, Samuel había aparecido en su mente en forma del primer encuentro que sostuvieron en la aula de clases…

La tarde le llegó al lunes. Era agosto. Ema entró con la nostalgia de las vacaciones a tope. El amor la había sorprendido en el verano como manda el cliché, pero la llegada de la temporada escolar le alejó al momentáneo amor que partió para León.

Encontró asiento justo frente a la mesa que ocuparía la profesora. Dejó la bolsa color rosa sobre la butaca y salió a respirar un poco de aire con la esperanza de hallar un rostro conocido… Lo vio. Él caminaba decidido rumbo al salón; a Ema le llamó la atención el brillo que el hombre poseía en los ojos y esa barba que le cubría una parte de las mejillas; grabó en su mente el andar y la elegancia del muchacho que, al encontrarla en la puerta, le sonrió con soltura.

-Samuel-, escuchó Ema cuando el hombre se presentó como el segundo al mando de la clase. Enamoradiza como sólo ella, comenzó a sentir el cosquilleo que antecede al amor.

El tiempo, los trabajos, la convivencia de dos horas en dos días a la semana, le llevó a tomarle cariño a Samuel. Al paso de los años reconocería que si el desenvolvimiento le había llegado fue, en parte, por esas charlas y ayudas que tanto le dejaron.

Una tarde, cuando la noticia de que estaba en el hospital la sorprendió, Ema descubrió el fuego del amor que aparece cada que el alma se siente bañada por dicha, felicidad y una pizca de miedo. No esperó más y salió corriendo al nosocomio donde Samuel yacía en cama. 

De pronto se descubrió un poco apenada cuando recordó que la dirección se le había borrado de la memoria y tuvo que marcar a casa de la madre del muchacho para preguntarla.

Lo vio con la cara desdibujada y un color que se acercaba al de la hoja de papel. Quería abrazarlo y protegerlo pero la debilidad de ese cuerpo y la advertencia de la enfermera se lo impidieron.

Al paso de los días, la angustia se convirtió en fuerza por la vida, la desesperanza en sueños y las visitas de cortesía en un estilo de cotidianeidad que les permitió descubrirse en los ojos del otro.

La amistad, para él, el amor, para ella, los volvió cómplices de una hermandad pasional que, por su naturaleza, les impedía declararse gratitud o amor…

Toda esa historia surcó por la cabeza de Ema momentos antes de que el celular sonara con la canción de moda. Nunca hubiera imaginada que las notas que le pedían a la fiesta no terminar le trajeran tan malas noticias. Algo andaba mal, pensó la mujer cuando vio el número en la pantalla. La voz en el otro lado se lo confirmó. Era un susurró que se volvía doloroso a medida que las palabras avanzaban.

-Se fue-, la frase se repetía con dolor en su cabeza, por eso dejó caer el celular, por eso sintió en la cara al pesar y emanar de los ojos todo un manantial que desprendía dolor. Entonces gritó:

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

A ella le dolía en lo más profundo del alma. La había llevado en sus entrañas y hoy tendría que decirle adiós. Era melancolía, era dolor, era miedo, era desesperanza, era ausencia de vida lo que sentía en todo el corazón.

Le tomó las manos porque él se lo pidió, quería con ese acto aferrarlo a la vida, pero el destino es caprichoso y sólo le haría más llevadera la partida. En su cabeza se amontonaron cientos de recuerdos:

Su risa rompiendo el silencio de la ausencia, su cuerpo vestido bajo el uniforme escolar o la ropa del bailable el día de las madres, sus manos siempre frías, la aguda voz que la cobijaba cuando ella sentía miedo, el birrete y la toga vistiéndolo en un momento especial, sus ojos emanando felicidad.

En ese momento clamó:

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

Samuel no escuchaba, no había necesidad. Caminaba tranquilo y con la sonrisa cristalina. 

Sabía que les dolería pero quería pedirles que no lloraran, que lo recordaran así: con su voz llenando los espacios y esas manos moviéndose en el aire y esa luz que poseía en los ojos.

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

Contestó:

Hora de partir. 

JPSC

martes, 19 de marzo de 2013

Por primera vez



Sus ojos vacilan. Está cansada, las ojeras se ocultan bajo el maquillaje que acentúa el color perlado de su rostro. El celular ha sonado. Se apresura a silenciarlo ante las miradas de quienes le apuntan con los ojos. Es el mensaje que esperaba…

“Amor, a las 3 sale el camión. Te espero en la central, frente a la Virgen. Te quiero.”

Sonrió. Quería contestar pero el ambiente se  lo impedía. Su mente comenzó a divagar…

El viento les tocaría la cara, sus manos entrelazadas se acomodan al ambiente. El sol acaricia sus brazos. Han descendido del camión. Sus caras muestras alegría. El sueño comienza a ser real…

-¡Natalia!, la clase terminó-. Amparo mueve a su amiga que luce ajena al lugar.
-Gracias, amiga, me fui…-, contestó entre risas.
-Sí, lo noté, pero ya párate que los otros ya están entrando-.

Natalia se levantó dejando que su cabello cayera sobre sus hombros. Lucía esplendorosa con esa blusa blanca que le enmarcaba la figura, el collar de hoja pendía de su cuello que desprendía un tenue aroma a uva; ella era una mezcla entre la delicadeza y la aventura, lo decía su atuendo contrastado con unas botas que oscilaban entre el azul y negro. -Ni la luna de octubre es tan bella- le diría Fabián a la mujer que conoció cuando creía que el amor le había vedado las puertas.

Fabián cuenta el dinero. Los billetes de 200 pesos tapizan la portada de la libreta escolar que tantos versos lleva en su interior. Sentado sobre la cama, extiende la mano para recordar las tardes en que Natalia posó su cuerpo en ella, justo cuando sus amores se vistieron de pasión y prisas juveniles. No había experimentado mayor felicidad que la que sentía cuando hacía del mundo un suspiro perdido en besos y caricias.

Frente a sus pies yace la maleta. La espera aún es larga, son las 11 de la mañana y el reloj parece no querer avanzar. Su prisa le exige gritarle al tiempo que siga. Quiere vivir, quiere vivirla. Imagina:

Voltea. Intenta acomodar sus ojos a la luz de la mañana. La ve, es Natalia, está ahí, dormida. La felicidad le explota en el cuerpo y una lágrima aparece por su ojo, se muerde el labio inferior intentando ocultar la emoción que le embarga. Suspira. Sonríe.

Se ha levantado, recorre la habitación como si con ello ayudará a que las horas continuaran. Aparta las cortinas de la ventana y se dedica a mirar. Una pareja se funde en un beso mientras sus manos sostienen una rosa blanca. Voltea y mira la flor de papel que Natalia le obsequió una mañana de abril, justo cuando el tercer año de su vida de novios había llegado. Caminó hasta posarse frente al pequeño mueble que resguardaba su ropa, extendió la mano para alcanzar el retrato de una tarde de primavera que los vio unidos bajo el cobijo de la jacaranda.

-El sueño comienza a ser real-, susurra mientras deja el retrato y comienza a repasar el trayecto que vendrá:

El reloj marcará las 3 de la tarde, subirán al autobús para sentarse en el 25 y 26, juntos. El viaje será largo pero valdrá la pena. Ella se recostará en su hombro y el sentirá que la paz lo gobierna. Las cinco horas de viaje los pondrán en Xalapa, Veracruz. Cuando lleguen será de noche y tendrán el tiempo justo para cenar y correr al hotel. Botarán las maletas. Dormirán juntos por primera vez.

  JPSC

viernes, 11 de enero de 2013

Un solo ser

Ya es tarde, le dijeron a una desconsolada Daniela que miraba cómo la gente se iba de la iglesia. ¿Qué le diría a su familia, a sus amigas? ¿Cómo explicar que Martín se marchó el día de su boda?
Se ha arrodillado frente al altar en el que 28 años atrás miró a sus padres unir sus vidas religiosamente. Ella lloraba y el rimel se le incrustaba en los ojos. -¿Y Martín?- dijo para sí como buscando despertar de lo que consideraba un mal sueño.

Los pasos de Martín comenzaron a ahogarse en los rincones del callejón por el que transitaba. Por su mente pasaba el momento: estaba por entrar a la iglesia en la cual miró a su antiguo amor consagrar su vida a Dios. Él y Daniela eran una atípica pareja; ella esperaba en el altar, Martín recién llegaba a la iglesia. Puso un pie en la entrada y miró a la mujer que consideró sería el amor de su vida. Volvió a enamorarse como el primer día en que la vio bailar al ritmo del tango en un kiosko del centro de la ciudad. Se sintió más decidido que nunca, pero algo similar a una duda le zumbaba en los oídos como la mosca lo hace con la comida.

No pudo. Lo siento -gritó- y emprendió la huida a paso decido. Su padre fue tras él exigiendo una explicación ante tal escena. Martín suspiró y dijo -la amo demasiado como para hacerle daño- y continuó con el corazón estrujado por sus propias palabras.
Se detuvo como para sentir a la soledad golpearle las mejillas. Estaba pensando regresar...

A Daniela nadie la sacó de su cuarto en toda la tarde, aún traía el vestido de novia que escogió junto con el novio. Es de mala suerte que se acompañen a comprar su ropa -les dijo una señora que tenía las ojeras que da la sabiduría de los años-, pero ellos eran jóvenes y no creían en cuentos baratos.

El sol cedió su reinado a la luna que por esos días era un círculo enorme en el cielo. Daniela no sabía si dormía o soñada con los ojos, el corazón y el alma abiertos y ardiéndole de dolor.
Martín cruzó el callejón que para ese momento era la metáfora de su día, oscuro y con una pequeña luz al final del camino. Giró, sabía qué debía hacer.
Tomó camino a la casa de Daniela con la esperanza de poder explicarle porqué se había marchado del día que llevaban 3 años planeando.
Con sigilo saltó la pared para introducirse al jardín, coger la escalera y colocarla sobre el ventanal del cuarto de Daniela. La luz estaba apagada y eso le dolió en el alma. Pero no era momento de confusiones o miedos, debía intentarlo.
La luna colaba su haz sobre la ventana que tenía las cortinas recorridas. Martín la miró inerte y se sintió estúpido al provocar dolor en quien amaba.
Tocó con la esperanza de ser escuchado, nada. Por fortuna los trucos eran parte fundamental de su relación y Daniela le había enseñado cómo abrirla sin que la gente de dentro de la casa se diera cuenta.
Así lo habían hecho innumerables noches de invierno que es cuando el frío reclama la presencia de un cuerpo al lado de otro.
Contuvo la respiración y empujó la ventana hacia afuera, tuvo suerte. Logró meterse con el miedo hirviéndole en la sangre al ver que Daniela no se movía.

-Qué haces aquí?- le cuestionó la chica de ojos almendra.
-¿Cómo supiste que era yo?- dijo el impávido Martín que se sentía ultrajado.
-Reconozco tu perfume y el compás de tu respiración- sentenció Daniela sin poder ocultar el dolor provocado por el llanto en las palabras.
-Quiero explicarte todo- susurró un Martín doloroso.

Daniela se levantó mirando al hombre que la había hecho soñar con miles de tardes de compañía.
-Cállate-, exigió, acercándose a él para contemplarlo con la luz de luna de fondo.

Obedeció. Se dejó acariciar y en un momento perdió la noción del tiempo. Estaba extasiado del aroma de Daniela, del contacto de esa piel que conoció una noche de primavera en el jardín de su casa.

No dijeron mas. El amor los confeccionó en un sólo ser que escapó justo cuando el sol regresaba al cielo. Nadie los vio jamás. Nadie sabría más.