domingo, 24 de marzo de 2013

¿A dónde vas?


Hasta pronto, D.O. 

¿A dónde vas, Samuel?, le gritaron, ¡No te vayas, te necesitamos!, clamaron.

Samuel no escuchaba, caminaba con el semblante tranquilo por la vereda que se abría a su paso. Se sentía en paz, como hace tiempo no lo hacía. Miró sus manos y encontró un destello de luz que le sorprendió, las alzó para ver si era el efecto del Sol, no era así, él desprendía luz.

De pronto, la huella del recuerdo cruzó por su cabeza. Rostros familiares se materializaron ante él. Los reconoció y por su boca cruzó la sonrisa más sincera y amplia que recordaba haber emitido. Algo no andaba bien, quería tocarlos, acariciar sus mejillas pero ellos se desvanecían.

A paso decidido, continúo. No podía ni quería detenerse, una especie de aire lo empujaba a seguir, no intentaba entenderlo porque, sabía, no había necesidad de ello.

¿A dónde vas, Samuel?, volvieron a gritar, ¡No te vayas, te necesitamos!

Ema dejó caer el celular sobre la cama, sintió cómo su cara se descompuso y se sumió en un cansancio similar al de tres días sin dormir. Momentos antes, Samuel había aparecido en su mente en forma del primer encuentro que sostuvieron en la aula de clases…

La tarde le llegó al lunes. Era agosto. Ema entró con la nostalgia de las vacaciones a tope. El amor la había sorprendido en el verano como manda el cliché, pero la llegada de la temporada escolar le alejó al momentáneo amor que partió para León.

Encontró asiento justo frente a la mesa que ocuparía la profesora. Dejó la bolsa color rosa sobre la butaca y salió a respirar un poco de aire con la esperanza de hallar un rostro conocido… Lo vio. Él caminaba decidido rumbo al salón; a Ema le llamó la atención el brillo que el hombre poseía en los ojos y esa barba que le cubría una parte de las mejillas; grabó en su mente el andar y la elegancia del muchacho que, al encontrarla en la puerta, le sonrió con soltura.

-Samuel-, escuchó Ema cuando el hombre se presentó como el segundo al mando de la clase. Enamoradiza como sólo ella, comenzó a sentir el cosquilleo que antecede al amor.

El tiempo, los trabajos, la convivencia de dos horas en dos días a la semana, le llevó a tomarle cariño a Samuel. Al paso de los años reconocería que si el desenvolvimiento le había llegado fue, en parte, por esas charlas y ayudas que tanto le dejaron.

Una tarde, cuando la noticia de que estaba en el hospital la sorprendió, Ema descubrió el fuego del amor que aparece cada que el alma se siente bañada por dicha, felicidad y una pizca de miedo. No esperó más y salió corriendo al nosocomio donde Samuel yacía en cama. 

De pronto se descubrió un poco apenada cuando recordó que la dirección se le había borrado de la memoria y tuvo que marcar a casa de la madre del muchacho para preguntarla.

Lo vio con la cara desdibujada y un color que se acercaba al de la hoja de papel. Quería abrazarlo y protegerlo pero la debilidad de ese cuerpo y la advertencia de la enfermera se lo impidieron.

Al paso de los días, la angustia se convirtió en fuerza por la vida, la desesperanza en sueños y las visitas de cortesía en un estilo de cotidianeidad que les permitió descubrirse en los ojos del otro.

La amistad, para él, el amor, para ella, los volvió cómplices de una hermandad pasional que, por su naturaleza, les impedía declararse gratitud o amor…

Toda esa historia surcó por la cabeza de Ema momentos antes de que el celular sonara con la canción de moda. Nunca hubiera imaginada que las notas que le pedían a la fiesta no terminar le trajeran tan malas noticias. Algo andaba mal, pensó la mujer cuando vio el número en la pantalla. La voz en el otro lado se lo confirmó. Era un susurró que se volvía doloroso a medida que las palabras avanzaban.

-Se fue-, la frase se repetía con dolor en su cabeza, por eso dejó caer el celular, por eso sintió en la cara al pesar y emanar de los ojos todo un manantial que desprendía dolor. Entonces gritó:

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

A ella le dolía en lo más profundo del alma. La había llevado en sus entrañas y hoy tendría que decirle adiós. Era melancolía, era dolor, era miedo, era desesperanza, era ausencia de vida lo que sentía en todo el corazón.

Le tomó las manos porque él se lo pidió, quería con ese acto aferrarlo a la vida, pero el destino es caprichoso y sólo le haría más llevadera la partida. En su cabeza se amontonaron cientos de recuerdos:

Su risa rompiendo el silencio de la ausencia, su cuerpo vestido bajo el uniforme escolar o la ropa del bailable el día de las madres, sus manos siempre frías, la aguda voz que la cobijaba cuando ella sentía miedo, el birrete y la toga vistiéndolo en un momento especial, sus ojos emanando felicidad.

En ese momento clamó:

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

Samuel no escuchaba, no había necesidad. Caminaba tranquilo y con la sonrisa cristalina. 

Sabía que les dolería pero quería pedirles que no lloraran, que lo recordaran así: con su voz llenando los espacios y esas manos moviéndose en el aire y esa luz que poseía en los ojos.

¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas, te necesitamos!

Contestó:

Hora de partir. 

JPSC

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