A Mariana
Por ser la luz que ilumina mi corazón...
Tres meses habían pasado desde que compró aquel libro. Las vacaciones
se le revelaban como un momento propicio para continuar con su lectura. Había escogido
el lugar de descanso por excelencia, el otrora parque de su niñez.
Le gustaba sentarse bajo el cobijo del pirúl que de niño
recorría sin cesar. A la izquierda colocaría la guitarra y a la derecha el
libro. Estiraría sus piernas mientras aspiraba el aroma del árbol que le
brindaba cobijo. De pronto, recordó la vieja libreta donde escribía sus
pensamientos y los escarceos de canciones. La vida, la noche, la locura, la libertad
y el desamor, eran los temas recurrentes en sus composiciones.
Sacó aquella libreta que había forrado con recortes de
revistas musicales. Comenzó a hojear mientras sus ojos pasaban por las letras
en el papel; a la vez, su mente recordaba los momentos que lo habían llevado a
escribir. Se detuvo justo en la mitad del cuaderno, la piel se le enchinó; era
la canción que una noche de mayo había compuesto para Lili.
El reloj marcaba las 11 de la noche. Sus insistentes
movimientos en la cama le revelaron que no podría conciliar el suelo por
algunas horas. Estaba emocionado. Por primera vez había abrazado a Lili por
varios minutos, por primera vez había apoyado su cabeza en el hombro de la
mujer, por fin dejaba que el aroma a jazmín del cuello de ella lo invadiera,
despertando cada poro de su cuerpo, acelerando su corazón hasta el punto de
crisparle la mirada.
Lili lloraba. A Carlos le dolía verla así. No tuvo palabras
para consolarla y sólo atinó a extenderle los brazos y cubrirla en un abrazo
momentáneo pero que quedó tatuado en su corazón. Al llegar a casa, el muchacho
comenzó a reírse como loco; se aventó hacia el sillón de su improvisada sala,
estirándose al máximo. Guardó silencio al escuchar un ruidito que lo pasmó, era
su corazón. Por primera vez lo oía, por primera vez comenzaba a sentirse vivo.
Era jueves y la tarea, como pocas ocasiones, brillaba por su
ausencia. Optó por bañarse, cenar e ir a la cama. Quería estar radiante. El insomnio,
o la costumbre de las desveladas, venció la idea de descansar. Encendió la lámpara
que en un regreso a casa compró en los vagones del metro, estiró la mano para
alcanzar la libreta y la pluma de tantas batallas.
Su corazón seguía palpitando con tremenda intensidad. Poco a
poco se levantó, entre asustado y maravillado, para sentarse en el borde de la
cama y comenzar a escribir.
Las letras corrieron con soltura, las rimas no se le negaron
y, por primera vez en mucho tiempo, sacó su lado más romántico, aquel que pensó
extinto cuando Karla se marchó.
Carlos repitió:
Deja que en mis manos se grabe lo terso de tus brazos.
Deja que guarde el sol que esconde tu mirada
Y me refugie en la paz de tus ojos.
Deja que el tiempo transcurra,
Mientras tu voz se vuelve la canción que alegra mis mañanas.
Deja que mi corazón lata por la locura
De tener cerca esa sonrisa tuya…
(continuará...)