miércoles, 17 de octubre de 2012

Noche estrellada



A Mariana
En tu regazo la vida no termina

Era una de esas noches otoñales donde la calma reinaba. El aire mecía las copas de los árboles mientras el reproductor de música entonaba esa canción donde se entona que la vida no vale nada. La aguja de la gasolina estaba en los puntos finales, debía recargar, la jornada aún sería larga.

Jorge andaba sin andar por la calle. El alcohol recorría su cuerpo mientras la música norteña retumbaba en los oídos de los asistentes al baile. La fiesta de la colonia siempre daba para festejar como si el mundo se fuera a terminar. El problema, se lo había dicho su madre antes de que saliera de casa, era el regreso.

Sacó del bolsillo de la camisa un billete de cien pesos. Esperaba recuperarlo en el transcurso de la velada de fiesta patronal. Con desesperación vio cómo los litros de gasolina cada vez eran menos, apretó al puño y recurrió al adagio de culpar al gobierno por la precariedad del tanque de combustible. Tras pagar y dar la correspondiente propina al despachador, encendió el motor y regresó a las calles del barrio de San Felipe.

Su diminuta figura no le ayudaba a la hora de acercarse a una mujer, tenía la estatura de un adolescente promedio de unos 13 años. Se sabía nada agraciado, pero el alcohol y la fiesta inyectan los ánimos que a la sobriedad le faltan. Tiró el vaso de unicel al piso y se enfiló hacía la primera mujer que su vista encontró.

Una mueca de satisfacción se le tatuó en la cara. Había triplicado el billete invertido en la gasolina en un par de horas. Miró el celular, la una de la mañana. Por su cabeza comenzaron a girar un par de ideas, podría regresar a casa o esperar a que el baile de la fiesta terminara y trabajar un rato más. Se detuvo a un costado de la entrada al Metro, marcó el número de casa para avisar que seguiría en la chamba.

Era la última canción del tercer grupo de la noche. “La banda norteña, los carros del año…” cantaba mientras tomaba por la cintura a la diminuta mujer que lo acompañaba. Con un poco de suerte la llevaría a su casa y dormiría con ella o, si las ganas les dominaban, terminarían en algún motel de esos baratos que abundan por las carreteras de lugares pobres. La besó con singular gana, ella le respondió a sabiendas de que la noche permitía eso, al final del baile cada quien se marcharía a su casa, así, sin mas.

Imaginaba a su mujer recostada sobre su lado izquierdo. Podía dibujarla con sólo cerrar los ojos, podía recrear las formas de su cuerpo, añoraba dormir con ella, pero el trabajo es primero, pensó. Y el bienestar de la familia también.

Encendió el motor del taxi que desde hace tres años conducía, no le quedaba de otra; la profesión de arquitecto no le garantizaba el ingreso para sostener a sus dos hijos, por fortuna, lo decía, lo pensaba, su esposa le ayudaba, siempre le ayudaba.

El celular marcaba las dos de la mañana, Jorge tenía tomada a la chica por la cintura mientras ésta esperaba a la amiga para irse a casa. Él apretaba el puño con algo similar al coraje, su gran noche no se consumaría, aunque podría presumirle a Michel y José que tenía el número, falso, de celular de una chava con la cual bailó toda la noche al ritmo de banda, con la cual había compartido besos y caricias en medio de la tierra levantada por quienes sacudían el cuerpo al ritmo de la música.

El pequeño letrero remarcaba su estado: libre. Al interior la luz permanecía apagada y Juan Gabriel le acompañaba. “Querida, dime cuándo tú…” cantaba mientras abría los ojos a la espera de ver un dedo levantado que pidiera la parada, nada; sólo se aparecían algunos jóvenes que gritaban quién sabe qué cosa, algunos sombrerudos con vaso en mando y una que otra mujer con vestidos cada vez más cortos a medida que avanzaba por la calle.

Jorge le plantó el último beso a la chica que gustosa respondía. El grito de la amiga los sacó del idilio, era el momento de emprender la graciosa huida, el coche de papá esperaba en la esquina. El problema volvió a su cabeza, ¿y ahora cómo regresaría?

Introdujo la mano en el bolso y notó un solitario billete de cincuenta pesos, no le alcanzaría. Necesitaba, por lo menos, 200 pesos para regresar a casa en taxi. Pero, no había llegado a donde estaba sin algunas licencias…

Jorge caminó a la esquina para esperar un taxi. Vio las luces de uno y extendió la mano para detenerlo.

-¡Buenas noches, joven!, ¿a dónde lo llevo?-, dijo el taxista tras bajar un poco el vidrio.

-Buenas…, lléveme a San Francisco-, comentó Jorge mientras apretaba la manija para abrir la puerta delantera.

La noche era fresca. En el lienzo azul oscuro las estrellas parecían puntos salpicados por un pincel. La luna estaba a días de completarse.

El taxista calculó que el recorrido sería rápido pues la carretera lucía casi despoblada, por lo menos sacaría 200 pesos de ese viaje, sería el cerrojo perfecto  para la noche. Comenzaron a charlar sobre el baile y la cantidad de gente que asistió. Los minutos transcurrieron entre risas nerviosas y palabras atropelladas.

-Al salir de la curva encontrará una salida, a la derecha, ahí se mete y siga derecho-, dijo Jorge.

Así lo hizo el taxista, quien comenzó a sentir un poco de miedo ante lo oscuro de la calle. Avanzó sin mas y en la esquina visualizó una fogata hecha con palos, lo delató el olor. La cara de los hombres que estaban reunidos no le gustó. Sus facciones tenían una mezcla de coraje y odio. Los corridos retumbaban en el carro negro que estaba detrás de la lumbre.

-Siga, en la esquina, donde está la tienda, gira y entra en la primer calle-, Jorge se mostraba nervioso, sabía que la maniobra que realizaría, requería de absoluta precisión. Tentó la parte interna de la puerta, el seguro estaba arriba, la manija al alcance y bien podría abrir con rapidez, tenderse al piso, levantarse y correr y ocultarse. Al fin, las licencias que tomaba le habían permitido llegar hasta donde estaba.

El taxi bajó la velocidad, Jorge se preparó para su maniobra…, cayó al piso sintiendo lo frío del cemento; con una habilidad que no se conocía, se levantó para correr sin detenerse. El sonido de los zapatos causaba un eco especial en la oscuridad de la calle. El chofer desgarró su garganta en una sarta de improperios que se ahogaron cuando el tronar de dos balas rompió la tranquilidad de la noche.

Por su cabeza pasaban un sinfín de ideas, quería bajarse y buscar al tipo que huía despavorido por la calle, pero el temor se apoderó de sus manos cuando recordó el sonido de las balas. -¿Qué hacer?-, pensó, mientras el rostro de su madre le decía que la vida se basa en decisiones, pues, rememoró, el mundo es de los valientes, no de los cobardes, es de aquellos que se arriesgan y no se quedan con las manos cruzadas.

Encendió el motor del auto, el andar del mismo era pausado; el taxista escudriñaba los ojos para encontrar al adolescente. Dio vuelta a la izquierda y luego a la derecha. Se asustó cuando escuchó a un perro ladrar despavorido. Quería huir pero el orgullo y coraje de perder 200 pesos lo atormentaba.

Jorge había subido a un árbol que estaba a dos casas de la suya. El crac que escuchó lo atemorizó al pensar que podría caer y ser descubierto. Se aferró como pudo a la rama y respiró. Adrenalina, miedo y cierta satisfacción corrían por sus pulmones.

Los minutos transcurrían con la velocidad de una bala cruzando por el viento. Jorge decidió que era el momento de bajar. La suela de los zapatos amortiguó la caída, comenzó a caminar a paso lento, saboreando el éxito de saberse impune.

Su cuerpo quedó paralizado al escuchar el rechinar de unas llantas. El sonido de las balas cruzando el ambiente, le pasmó la respiración y un escalofrío lo recorrió desde los pies hasta la cabeza. Pensó que el taxista venía detrás con una pistola sobre la mano. Quería huir pero no podía, los pies no respondían.

El auto frenó al inicio de la calle, las luces estaban apagadas y Jorge sólo escuchó el corte del cartucho. Pensó en mamá y el sinfín de cosas que no había realizado. El tiempo, reflexionó, se le había agotado.

-Dicen que antes de morir, la vida pasa en la mente como una película-, recordó la charla que tuvo con Tomás, su amigo de infancia, dos días antes de que lo mataran a puñaladas.

Pero, aún había tiempo. El golpe de las luces en los ojos, le recordó que seduía vivo. Por el otro lado, el taxi se acerca sigiloso aunque delatado por los faros frontales. Atrás, todo era silencio.

El chofer miro al joven inmóvil; era suyo.

-El que persevera, alcanza-, diría su madre…

La adrenalina lo hizo huir de la calle. Logró girar el volante para no chocar contra el poste de luz que era un adorno. Se aferró a la esperanza cuando escuchó que el otro auto arrancaba. Escapar le garantizaba sobrevivir.

Conducía a más de 120 por hora, la autopista a Puebla se le presentó como la mejor opción para escapar. Así lo hizo. Pensaba en su mujer y en sus hijos, en las tardes de verano, las horas juntos y los momentos que faltaban por vivir.

Si tan sólo no hubiera encendido las luces y apuntado al joven que paralizada pretendía salvarse… Si tan sólo hubiera regresado a casa sin perseguir al muchacho que vio caer con la mano puesta en el corazón y  el rostro descompuesto. Si tan sólo no hubiera descuidado su atención del camino, habría evitado estrellarse y perder la vida en una noche donde la calma reinaba.