A Mariana
En tu regazo la vida no termina
Era una de esas noches otoñales donde la calma reinaba. El
aire mecía las copas de los árboles mientras el reproductor de música entonaba
esa canción donde se entona que la vida no vale nada. La aguja de la gasolina
estaba en los puntos finales, debía recargar, la jornada aún sería larga.
Jorge andaba sin andar por la calle. El alcohol recorría su
cuerpo mientras la música norteña retumbaba en los oídos de los asistentes al
baile. La fiesta de la colonia siempre daba para festejar como si el mundo se
fuera a terminar. El problema, se lo había dicho su madre antes de que saliera
de casa, era el regreso.
Sacó del bolsillo de la camisa un billete de cien pesos.
Esperaba recuperarlo en el transcurso de la velada de fiesta patronal. Con
desesperación vio cómo los litros de gasolina cada vez eran menos, apretó al
puño y recurrió al adagio de culpar al gobierno por la precariedad del tanque
de combustible. Tras pagar y dar la correspondiente propina al despachador,
encendió el motor y regresó a las calles del barrio de San Felipe.
Su diminuta figura no le ayudaba a la hora de acercarse a
una mujer, tenía la estatura de un adolescente promedio de unos 13 años. Se
sabía nada agraciado, pero el alcohol y la fiesta inyectan los ánimos que a la
sobriedad le faltan. Tiró el vaso de unicel al piso y se enfiló hacía la
primera mujer que su vista encontró.
Una mueca de satisfacción se le tatuó en la cara. Había
triplicado el billete invertido en la gasolina en un par de horas. Miró el
celular, la una de la mañana. Por su cabeza comenzaron a girar un par de ideas,
podría regresar a casa o esperar a que el baile de la fiesta terminara y
trabajar un rato más. Se detuvo a un costado de la entrada al Metro, marcó el
número de casa para avisar que seguiría en la chamba.
Era la última canción del tercer grupo de la noche. “La
banda norteña, los carros del año…” cantaba mientras tomaba por la cintura a la
diminuta mujer que lo acompañaba. Con un poco de suerte la llevaría a su casa y
dormiría con ella o, si las ganas les dominaban, terminarían en algún motel de
esos baratos que abundan por las carreteras de lugares pobres. La besó con
singular gana, ella le respondió a sabiendas de que la noche permitía eso, al
final del baile cada quien se marcharía a su casa, así, sin mas.
Imaginaba a su mujer recostada sobre su lado izquierdo.
Podía dibujarla con sólo cerrar los ojos, podía recrear las formas de su
cuerpo, añoraba dormir con ella, pero el trabajo es primero, pensó. Y el
bienestar de la familia también.
Encendió el motor del taxi que desde hace tres años
conducía, no le quedaba de otra; la profesión de arquitecto no le garantizaba
el ingreso para sostener a sus dos hijos, por fortuna, lo decía, lo pensaba, su
esposa le ayudaba, siempre le ayudaba.
El celular marcaba las dos de la mañana, Jorge tenía tomada
a la chica por la cintura mientras ésta esperaba a la amiga para irse a casa.
Él apretaba el puño con algo similar al coraje, su gran noche no se consumaría,
aunque podría presumirle a Michel y José que tenía el número, falso, de celular
de una chava con la cual bailó toda la noche al ritmo de banda, con la cual
había compartido besos y caricias en medio de la tierra levantada por quienes
sacudían el cuerpo al ritmo de la música.
El pequeño letrero remarcaba su estado: libre. Al interior
la luz permanecía apagada y Juan Gabriel le acompañaba. “Querida, dime cuándo
tú…” cantaba mientras abría los ojos a la espera de ver un dedo levantado que
pidiera la parada, nada; sólo se aparecían algunos jóvenes que gritaban quién
sabe qué cosa, algunos sombrerudos con vaso en mando y una que otra mujer con
vestidos cada vez más cortos a medida que avanzaba por la calle.
Jorge le plantó el último beso a la chica que gustosa
respondía. El grito de la amiga los sacó del idilio, era el momento de
emprender la graciosa huida, el coche de papá esperaba en la esquina. El
problema volvió a su cabeza, ¿y ahora cómo regresaría?
Introdujo la mano en el bolso y notó un solitario billete de
cincuenta pesos, no le alcanzaría. Necesitaba, por lo menos, 200 pesos para
regresar a casa en taxi. Pero, no había llegado a donde estaba sin algunas
licencias…
Jorge caminó a la esquina para esperar un taxi. Vio las
luces de uno y extendió la mano para detenerlo.
-¡Buenas noches, joven!, ¿a dónde lo llevo?-, dijo el
taxista tras bajar un poco el vidrio.
-Buenas…, lléveme a San Francisco-, comentó Jorge mientras
apretaba la manija para abrir la puerta delantera.
La noche era fresca. En el lienzo azul oscuro las estrellas
parecían puntos salpicados por un pincel. La luna estaba a días de completarse.
El taxista calculó que el recorrido sería rápido pues la
carretera lucía casi despoblada, por lo menos sacaría 200 pesos de ese viaje,
sería el cerrojo perfecto para la noche.
Comenzaron a charlar sobre el baile y la cantidad de gente que asistió. Los
minutos transcurrieron entre risas nerviosas y palabras atropelladas.
-Al salir de la curva encontrará una salida, a la derecha,
ahí se mete y siga derecho-, dijo Jorge.
Así lo hizo el taxista, quien comenzó a sentir un poco de
miedo ante lo oscuro de la calle. Avanzó sin mas y en la esquina visualizó una
fogata hecha con palos, lo delató el olor. La cara de los hombres que estaban
reunidos no le gustó. Sus facciones tenían una mezcla de coraje y odio. Los
corridos retumbaban en el carro negro que estaba detrás de la lumbre.
-Siga, en la esquina, donde está la tienda, gira y entra en
la primer calle-, Jorge se mostraba nervioso, sabía que la maniobra que
realizaría, requería de absoluta precisión. Tentó la parte interna de la
puerta, el seguro estaba arriba, la manija al alcance y bien podría abrir con
rapidez, tenderse al piso, levantarse y correr y ocultarse. Al fin, las
licencias que tomaba le habían permitido llegar hasta donde estaba.
El taxi bajó la velocidad, Jorge se preparó para su
maniobra…, cayó al piso sintiendo lo frío del cemento; con una habilidad que no
se conocía, se levantó para correr sin detenerse. El sonido de los zapatos
causaba un eco especial en la oscuridad de la calle. El chofer desgarró su garganta
en una sarta de improperios que se ahogaron cuando el tronar de dos balas
rompió la tranquilidad de la noche.
Por su cabeza pasaban un sinfín de ideas, quería bajarse y
buscar al tipo que huía despavorido por la calle, pero el temor se apoderó de sus
manos cuando recordó el sonido de las balas. -¿Qué hacer?-, pensó, mientras el
rostro de su madre le decía que la vida se basa en decisiones, pues, rememoró,
el mundo es de los valientes, no de los cobardes, es de aquellos que se
arriesgan y no se quedan con las manos cruzadas.
Encendió el motor del auto, el andar del mismo era pausado;
el taxista escudriñaba los ojos para encontrar al adolescente. Dio vuelta a la
izquierda y luego a la derecha. Se asustó cuando escuchó a un perro ladrar
despavorido. Quería huir pero el orgullo y coraje de perder 200 pesos lo
atormentaba.
Jorge había subido a un árbol que estaba a dos casas de la
suya. El crac que escuchó lo atemorizó al pensar que podría caer y ser
descubierto. Se aferró como pudo a la rama y respiró. Adrenalina, miedo y
cierta satisfacción corrían por sus pulmones.
Los minutos transcurrían con la velocidad de una bala
cruzando por el viento. Jorge decidió que era el momento de bajar. La suela de
los zapatos amortiguó la caída, comenzó a caminar a paso lento, saboreando el
éxito de saberse impune.
Su cuerpo quedó paralizado al escuchar el rechinar de unas
llantas. El sonido de las balas cruzando el ambiente, le pasmó la respiración y
un escalofrío lo recorrió desde los pies hasta la cabeza. Pensó que el taxista
venía detrás con una pistola sobre la mano. Quería huir pero no podía, los pies
no respondían.
El auto frenó al inicio de la calle, las luces estaban
apagadas y Jorge sólo escuchó el corte del cartucho. Pensó en mamá y el sinfín
de cosas que no había realizado. El tiempo, reflexionó, se le había agotado.
-Dicen que antes de morir, la vida pasa en la mente como una
película-, recordó la charla que tuvo con Tomás, su amigo de infancia, dos días
antes de que lo mataran a puñaladas.
Pero, aún había tiempo. El golpe de las luces en los ojos, le
recordó que seduía vivo. Por el otro lado, el taxi se acerca sigiloso aunque
delatado por los faros frontales. Atrás, todo era silencio.
El chofer miro al joven inmóvil; era suyo.
-El que persevera, alcanza-, diría su madre…
La adrenalina lo hizo huir de la calle. Logró girar el
volante para no chocar contra el poste de luz que era un adorno. Se aferró a la
esperanza cuando escuchó que el otro auto arrancaba. Escapar le garantizaba sobrevivir.
Conducía a más de 120 por hora, la autopista a Puebla se le
presentó como la mejor opción para escapar. Así lo hizo. Pensaba en su mujer y
en sus hijos, en las tardes de verano, las horas juntos y los momentos que
faltaban por vivir.
Si tan sólo no hubiera encendido las luces y apuntado al
joven que paralizada pretendía salvarse… Si tan sólo hubiera regresado a casa
sin perseguir al muchacho que vio caer con la mano puesta en el corazón y el rostro descompuesto. Si tan sólo no hubiera
descuidado su atención del camino, habría evitado estrellarse y perder la vida en
una noche donde la calma reinaba.