viernes, 11 de enero de 2013

Un solo ser

Ya es tarde, le dijeron a una desconsolada Daniela que miraba cómo la gente se iba de la iglesia. ¿Qué le diría a su familia, a sus amigas? ¿Cómo explicar que Martín se marchó el día de su boda?
Se ha arrodillado frente al altar en el que 28 años atrás miró a sus padres unir sus vidas religiosamente. Ella lloraba y el rimel se le incrustaba en los ojos. -¿Y Martín?- dijo para sí como buscando despertar de lo que consideraba un mal sueño.

Los pasos de Martín comenzaron a ahogarse en los rincones del callejón por el que transitaba. Por su mente pasaba el momento: estaba por entrar a la iglesia en la cual miró a su antiguo amor consagrar su vida a Dios. Él y Daniela eran una atípica pareja; ella esperaba en el altar, Martín recién llegaba a la iglesia. Puso un pie en la entrada y miró a la mujer que consideró sería el amor de su vida. Volvió a enamorarse como el primer día en que la vio bailar al ritmo del tango en un kiosko del centro de la ciudad. Se sintió más decidido que nunca, pero algo similar a una duda le zumbaba en los oídos como la mosca lo hace con la comida.

No pudo. Lo siento -gritó- y emprendió la huida a paso decido. Su padre fue tras él exigiendo una explicación ante tal escena. Martín suspiró y dijo -la amo demasiado como para hacerle daño- y continuó con el corazón estrujado por sus propias palabras.
Se detuvo como para sentir a la soledad golpearle las mejillas. Estaba pensando regresar...

A Daniela nadie la sacó de su cuarto en toda la tarde, aún traía el vestido de novia que escogió junto con el novio. Es de mala suerte que se acompañen a comprar su ropa -les dijo una señora que tenía las ojeras que da la sabiduría de los años-, pero ellos eran jóvenes y no creían en cuentos baratos.

El sol cedió su reinado a la luna que por esos días era un círculo enorme en el cielo. Daniela no sabía si dormía o soñada con los ojos, el corazón y el alma abiertos y ardiéndole de dolor.
Martín cruzó el callejón que para ese momento era la metáfora de su día, oscuro y con una pequeña luz al final del camino. Giró, sabía qué debía hacer.
Tomó camino a la casa de Daniela con la esperanza de poder explicarle porqué se había marchado del día que llevaban 3 años planeando.
Con sigilo saltó la pared para introducirse al jardín, coger la escalera y colocarla sobre el ventanal del cuarto de Daniela. La luz estaba apagada y eso le dolió en el alma. Pero no era momento de confusiones o miedos, debía intentarlo.
La luna colaba su haz sobre la ventana que tenía las cortinas recorridas. Martín la miró inerte y se sintió estúpido al provocar dolor en quien amaba.
Tocó con la esperanza de ser escuchado, nada. Por fortuna los trucos eran parte fundamental de su relación y Daniela le había enseñado cómo abrirla sin que la gente de dentro de la casa se diera cuenta.
Así lo habían hecho innumerables noches de invierno que es cuando el frío reclama la presencia de un cuerpo al lado de otro.
Contuvo la respiración y empujó la ventana hacia afuera, tuvo suerte. Logró meterse con el miedo hirviéndole en la sangre al ver que Daniela no se movía.

-Qué haces aquí?- le cuestionó la chica de ojos almendra.
-¿Cómo supiste que era yo?- dijo el impávido Martín que se sentía ultrajado.
-Reconozco tu perfume y el compás de tu respiración- sentenció Daniela sin poder ocultar el dolor provocado por el llanto en las palabras.
-Quiero explicarte todo- susurró un Martín doloroso.

Daniela se levantó mirando al hombre que la había hecho soñar con miles de tardes de compañía.
-Cállate-, exigió, acercándose a él para contemplarlo con la luz de luna de fondo.

Obedeció. Se dejó acariciar y en un momento perdió la noción del tiempo. Estaba extasiado del aroma de Daniela, del contacto de esa piel que conoció una noche de primavera en el jardín de su casa.

No dijeron mas. El amor los confeccionó en un sólo ser que escapó justo cuando el sol regresaba al cielo. Nadie los vio jamás. Nadie sabría más.