Ya es tarde, le dijeron
a una desconsolada Daniela que miraba cómo la gente se iba de la iglesia. ¿Qué
le diría a su familia, a sus amigas? ¿Cómo explicar que Martín se marchó el día
de su boda?
Se ha arrodillado frente
al altar en el que 28 años atrás miró a sus padres unir sus vidas
religiosamente. Ella lloraba y el rimel se le incrustaba en los ojos. -¿Y
Martín?- dijo para sí como buscando despertar de lo que consideraba un mal
sueño.
Los pasos de Martín comenzaron a ahogarse en los rincones del callejón
por el que transitaba. Por su mente pasaba el momento: estaba por entrar a la
iglesia en la cual miró a su antiguo amor consagrar su vida a Dios. Él y
Daniela eran una atípica pareja; ella esperaba en el altar, Martín recién
llegaba a la iglesia. Puso un pie en la entrada y miró a la mujer que consideró
sería el amor de su vida. Volvió a enamorarse como el primer día en que la vio
bailar al ritmo del tango en un kiosko del centro de la ciudad. Se sintió más
decidido que nunca, pero algo similar a una duda le zumbaba en los oídos como
la mosca lo hace con la comida.
No pudo. Lo siento
-gritó- y emprendió la huida a paso decido. Su padre fue tras él exigiendo una
explicación ante tal escena. Martín suspiró y dijo -la amo demasiado como para
hacerle daño- y continuó con el corazón estrujado por sus propias palabras.
Se detuvo como para
sentir a la soledad golpearle las mejillas. Estaba pensando regresar...
A Daniela nadie la sacó de su cuarto en toda la tarde, aún traía el
vestido de novia que escogió junto con el novio. Es de mala suerte que se
acompañen a comprar su ropa -les dijo una señora que tenía las ojeras que da la
sabiduría de los años-, pero ellos eran jóvenes y no creían en cuentos baratos.
El sol cedió su reinado
a la luna que por esos días era un círculo enorme en el cielo. Daniela no sabía
si dormía o soñada con los ojos, el corazón y el alma abiertos y ardiéndole de
dolor.
Martín cruzó el callejón
que para ese momento era la metáfora de su día, oscuro y con una pequeña luz al
final del camino. Giró, sabía qué debía hacer.
Tomó camino a la casa de
Daniela con la esperanza de poder explicarle porqué se había marchado del día
que llevaban 3 años planeando.
Con sigilo saltó la
pared para introducirse al jardín, coger la escalera y colocarla sobre el
ventanal del cuarto de Daniela. La luz estaba apagada y eso le dolió en el
alma. Pero no era momento de confusiones o miedos, debía intentarlo.
La luna colaba su haz
sobre la ventana que tenía las cortinas recorridas. Martín la miró inerte y se
sintió estúpido al provocar dolor en quien amaba.
Tocó con la esperanza de
ser escuchado, nada. Por fortuna los trucos eran parte fundamental de su
relación y Daniela le había enseñado cómo abrirla sin que la gente de dentro de
la casa se diera cuenta.
Así lo habían hecho
innumerables noches de invierno que es cuando el frío reclama la presencia de
un cuerpo al lado de otro.
Contuvo la respiración y
empujó la ventana hacia afuera, tuvo suerte. Logró meterse con el miedo
hirviéndole en la sangre al ver que Daniela no se movía.
-Qué haces aquí?- le
cuestionó la chica de ojos almendra.
-¿Cómo supiste que era
yo?- dijo el impávido Martín que se sentía ultrajado.
-Reconozco tu perfume y
el compás de tu respiración- sentenció Daniela sin poder ocultar el dolor
provocado por el llanto en las palabras.
-Quiero explicarte todo-
susurró un Martín doloroso.
Daniela se levantó
mirando al hombre que la había hecho soñar con miles de tardes de compañía.
-Cállate-, exigió,
acercándose a él para contemplarlo con la luz de luna de fondo.
Obedeció. Se dejó
acariciar y en un momento perdió la noción del tiempo. Estaba extasiado del
aroma de Daniela, del contacto de esa piel que conoció una noche de primavera
en el jardín de su casa.
No dijeron mas. El amor
los confeccionó en un sólo ser que escapó justo cuando el sol regresaba al
cielo. Nadie los vio jamás. Nadie sabría más.