Hasta pronto, D.O.
¿A dónde vas, Samuel?, le
gritaron, ¡No te vayas, te necesitamos!, clamaron.
Samuel no escuchaba, caminaba con
el semblante tranquilo por la vereda que se abría a su paso. Se sentía en paz,
como hace tiempo no lo hacía. Miró sus manos y encontró un destello de luz que
le sorprendió, las alzó para ver si era el efecto del Sol, no era así, él
desprendía luz.
De pronto, la huella del recuerdo
cruzó por su cabeza. Rostros familiares se materializaron ante él. Los
reconoció y por su boca cruzó la sonrisa más sincera y amplia que recordaba
haber emitido. Algo no andaba bien, quería tocarlos, acariciar sus mejillas
pero ellos se desvanecían.
A paso decidido, continúo. No podía
ni quería detenerse, una especie de aire lo empujaba a seguir, no intentaba
entenderlo porque, sabía, no había necesidad de ello.
¿A dónde vas, Samuel?, volvieron a
gritar, ¡No te vayas, te necesitamos!
Ema dejó caer el celular sobre la
cama, sintió cómo su cara se descompuso y se sumió en un cansancio similar al
de tres días sin dormir. Momentos antes, Samuel había aparecido en su mente en
forma del primer encuentro que sostuvieron en la aula de clases…
La tarde le llegó al lunes. Era agosto.
Ema entró con la nostalgia de las vacaciones a tope. El amor la había sorprendido
en el verano como manda el cliché, pero la llegada de la temporada escolar le
alejó al momentáneo amor que partió para León.
Encontró asiento justo frente a
la mesa que ocuparía la profesora. Dejó la bolsa color rosa sobre la butaca y
salió a respirar un poco de aire con la esperanza de hallar un rostro conocido…
Lo vio. Él caminaba decidido rumbo al salón; a Ema le llamó la atención el
brillo que el hombre poseía en los ojos y esa barba que le cubría una parte de
las mejillas; grabó en su mente el andar y la elegancia del muchacho que, al
encontrarla en la puerta, le sonrió con soltura.
-Samuel-, escuchó Ema cuando el
hombre se presentó como el segundo al mando de la clase. Enamoradiza como sólo
ella, comenzó a sentir el cosquilleo que antecede al amor.
El tiempo, los trabajos, la
convivencia de dos horas en dos días a la semana, le llevó a tomarle cariño a
Samuel. Al paso de los años reconocería que si el desenvolvimiento le había
llegado fue, en parte, por esas charlas y ayudas que tanto le dejaron.
Una tarde, cuando la noticia de
que estaba en el hospital la sorprendió, Ema descubrió el fuego del amor que
aparece cada que el alma se siente bañada por dicha, felicidad y una pizca de
miedo. No esperó más y salió corriendo al nosocomio donde Samuel yacía en cama.
De pronto se descubrió un poco apenada cuando recordó que la dirección se le
había borrado de la memoria y tuvo que marcar a casa de la madre del muchacho
para preguntarla.
Lo vio con la cara desdibujada y
un color que se acercaba al de la hoja de papel. Quería abrazarlo y protegerlo
pero la debilidad de ese cuerpo y la advertencia de la enfermera se lo
impidieron.
Al paso de los días, la angustia
se convirtió en fuerza por la vida, la desesperanza en sueños y las visitas de
cortesía en un estilo de cotidianeidad que les permitió descubrirse en los ojos
del otro.
La amistad, para él, el amor,
para ella, los volvió cómplices de una hermandad pasional que, por su
naturaleza, les impedía declararse gratitud o amor…
Toda esa historia surcó por la
cabeza de Ema momentos antes de que el celular sonara con la canción de moda. Nunca
hubiera imaginada que las notas que le pedían a la fiesta no terminar le
trajeran tan malas noticias. Algo andaba mal, pensó la mujer cuando vio el
número en la pantalla. La voz en el otro lado se lo confirmó. Era un susurró
que se volvía doloroso a medida que las palabras avanzaban.
-Se fue-, la frase se repetía con
dolor en su cabeza, por eso dejó caer el celular, por eso sintió en la cara al
pesar y emanar de los ojos todo un manantial que desprendía dolor. Entonces gritó:
¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas,
te necesitamos!
A ella le dolía en lo más
profundo del alma. La había llevado en sus entrañas y hoy tendría que decirle adiós.
Era melancolía, era dolor, era miedo, era desesperanza, era ausencia de vida lo
que sentía en todo el corazón.
Le tomó las manos porque él se lo
pidió, quería con ese acto aferrarlo a la vida, pero el destino es caprichoso y
sólo le haría más llevadera la partida. En su cabeza se amontonaron cientos de
recuerdos:
Su risa rompiendo el silencio de
la ausencia, su cuerpo vestido bajo el uniforme escolar o la ropa del bailable
el día de las madres, sus manos siempre frías, la aguda voz que la cobijaba
cuando ella sentía miedo, el birrete y la toga vistiéndolo en un momento
especial, sus ojos emanando felicidad.
En ese momento clamó:
¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas,
te necesitamos!
Samuel no escuchaba, no había
necesidad. Caminaba tranquilo y con la sonrisa cristalina.
Sabía que les
dolería pero quería pedirles que no lloraran, que lo recordaran así: con su voz
llenando los espacios y esas manos moviéndose en el aire y esa luz que poseía
en los ojos.
¿A dónde vas, Samuel? ¡No te vayas,
te necesitamos!
Contestó:
Hora de partir.
JPSC