El primer día de clases había llegado para
Carmen y Samuel. Eran unos infantes que estaban por enfrentarse al inicio de la
primaria y a una larga cadena que habría de encontrarlos en muchos instantes. Aquella
mañana de agosto, sus respectivas mamás los levantaron temprano, atrás quedaría
la televisión con sus caricaturas y la cama calientita.
Con el sueño por guardaespaldas, los niños
caminaron rumbo a la escuela. Carmen estaba plagada de emoción. Samuel temblaba
ante la idea de dejar de ya no ver las caricaturas desde la mañana ni extender
los juguetes que tanto le encantaban.
El reloj los apresuraba. Justo antes de
entrar, sus mamás los abrazaron, les colocaron las mochilas en la espalda y les
besaron la frente, mientras el deseo de buena suerte se extendía por sus voces.
Sin querer y como una prueba de que el destino existe, pensarían después, se
encontraron en la puerta de la escuela. La niña sonrió acostumbrada a hacerlo. El
niño se apenó, inundándose la mejilla de cientos de colores.
El azar de los grupos y la cercanía de sus
apellidos los colocaría en la misma banca. La convivencia y el tiempo los hizo
convertirse en amigos. Justo cuando creían que no existía un punto de
convergencia, la fecha de cumpleaños les dio una cachetada en la mejilla. Ambos
compartían el día en que inició su vida: 14 de febrero.
Los cambios de grupo y las edades comenzaron
a separarlos, mas por cuestiones externas que por el gusto de hacerlo. Cierto
día, mientras la casualidad los encontraba en la mesa 25 del comedor escolar,
quedaron que cada viernes se verían para platicar. Las burlas de los compañeros
no se hicieron esperar y el canto de son novios se convirtió en una especie de
colibrí que los asustaba y maravillaba.
Una de esos viernes, cuando ambos cursaban el
sexto año, Samuel le contó a su amiga una de sus tantas tormentas: se iría de
la ciudad. Su familia había sido amenazaba y tenían que huir. La niña, con poco
qué decir, sólo atinó a guardar silencio y abrazar a su amigo.
Un día antes de su partida, se encontraron
entre los llantos del fin de curso. Por primera vez, Samuel veía con ojos
distintos a una Carmen que llevaba una flor blanca en la oreja. Le gustó y
sintió el temblor tan revelador de ese estado. Alejados de sus padres y con el
pretexto de despedirse de los amigos, ambos caminaron hacia la mesa 25 del
comedor que tantos viernes los vio juntos.
Carmen lloró, mientras le decía que lo
extrañaría. Samuel sólo calló ante el mar de emociones que burbujeaban en su
interior. Como golpe oportuno, el niño recordó la pulsera que días antes había
tejido para la niña; la sacó del bolsillo de su pantalón y se la mostró
pidiéndole que se la pusiera y no lo olvidara. Gustosa lo hizo, diciéndole que
lo recordaría.
Con la timidez a cuestas, ambos se levantaron para abrazarse y reconocerse en los ojos del otro. Una atracción nunca antes experimentada los hizo rozar sus labios, mientras sus corazones latían despavoridos. Era su primer beso y el inicio de una nueva historia.
@juaninstantaneo