Enedina retoza a su lado, puede
escuchar la respiración de la mujer que tanto le significa. Adrián se siente
pleno. No había experimentado sensación parecida en la vida. La disfruta, sabe
que cuando el sol comience a asomar, deberá huir. Deja que su mano derecha se
hunda en la femenina cabellera, por la alfombra negra pasea sus dedos, intenta
grabar cada milímetro de ese cabello que a la luz del sol tiende al café.
El cuerpo de Enedina tiembla, sus
movimientos la han destapado, tiene frío. Adrián se ha dado cuenta y le tiende
la cobija, siente el roce de la piel en sus dedos. Imposible no suspirar,
piensa mientras una mezcla de delirio y tranquilidad le colman el cuerpo. Si tan
sólo pudieran escapar…
Afuera la luna introduce su haz
por la ventana, quiere ser testigo del último encuentro de dos amorosos que
tienen a la clandestinidad como su aliado. Es octubre. El reloj timbra, Adrián
extiende la mano para mirar la hora: 3:00
de la madrugada, “la hora muerta”, diría su abuela, la hora en que todos
los espíritus pasean por la tierra, la hora donde no reina Dios.
Sacude la cabeza con la esperanza
de alejar esos pensamientos, se refugia en Enedina, en las imágenes que
comienzan a agolparse en su cabeza: los besos furtivos, las caricias que pretenden
no encontrar fin, las prendas cayendo, los cuerpos encontrándose en suspiros,
la eternidad conseguida en el abrazo perfecto, la plenitud en los brazos del
otro. Suspira, si tan sólo pudieran escapar…
Un estruendo lo sacude, lo
espanta, es el primer indicio, la llamada a escapar; se odia, siente cómo la
desesperación comienza a carcomerle las entrañas, no quiere huir, quiere
quedarse ahí, en ese rincón del mundo donde puede amar y ser amado.
Enedina ha sentido la inquietud
del hombre que tanto ama, despierta, lo mira con ternura; la paz en sus ojos,
piensa Adrián. Ella extiende la mano como buscando darle consuelo, hacerle
saber que no está solo, que ella se encuentra ahí, a su lado. Se miran para
reconocerse, la oscuridad de la habitación no es barrera; acortan distancias,
se rozan los labios, sus cuerpos se encienden, se buscan con insistencia, con
el deseo de no apartarse, lo saben y se entregan al delirio.
Escapemos juntos –dice una
aguerrida Enedina-
No puedo permitir que compartas
esta carga –responde un duditativo Adrián-
¿Pero, quién te dijo que debes de
cargar tanta responsabilidad?, no seas egoísta, no te creas el héroe del mundo,
nadie está destinado a ello –un destello de furia cruza los ojos negros de la
mujer.
Debo hacerlo, sólo yo conozco el
lugar, sólo yo tengo la confianza de los otros, me he preparado mucho tiempo
para esto como para arrepentirme en el momento justo –la decisión vuelve a aparecer
en el rostro de Adrián-
¿Y nosotros…? -susurra Enedina.
Adrián calló, no habló más, sólo
le extendió el brazo y la cobijó junto a su pecho. No podría contestar, no
tenía respuesta, en su interior la pelea se suscitaba: continuar o declinar. Sabía
que lo primero le garantizaba una venganza que tanto necesitaba pero que la
muerte también llegada; la segunda le permitiría vivir un amor que creyó negado
y que, sin admitirlo, le ayudaría a sanar viejas heridas.
Quería escapar, alejar la carga de
sus hombros y amar a Enedina por la eternidad.
La carga le ganó.
El reloj sonó cual gallo bíblico,
la hora había llegado.
Se calzó las botas negras, al interior
del cinturón introdujo una navaja. Del respaldo de la silla tomó la cazadora
negra que colocó en su cuerpo. La pesadez de su tarea lo sofocó. Enedina lo
miraba sin poder evitar sentir furia y llanto.
Colocó el reloj sobre su muñeca y
una pistola en el interior de la cazadora. Se miró al espejo, tenía los ojos
hundidos y una pronunciada línea sobre la frente. Intentó bromear con su estado
sin poder conseguirlo, Enedina estaba furiosa.
Se acercó a la cama donde horas
antes había alcanzado la plenitud. Buscaba el rostro de Enedina, una última
mirada, ella se lo negó. Llevó su mano a la nuca para quitarse la medalla que
desde niño lo acompañaba.
Enedina, escúchame, por favor –la
voz de Adrián suplicaba.
Conmovida le mostró el rostros, extendió
la mano para palparlo, tal vez, por última vez. Adrián la miró con una ternura
que no reconocía en su interior, decidió hincarse y adorarla en silencio.
El reloj volvió a recordarle su
misión.
Adrián dijo:
Enedina, escúchame, dame tu mano,
por favor, quiero darte algo que para mí significa la vida. Desde pequeño la he
tenido, fue un regalo de mamá, yo tenía cinco años. Seguro no me creerás, pero
me la dieron el día en que tú naciste; suena increíble pero así fue.
Recuerdo que aquella tarde, mamá
me abrazó con una fuerza que pocas veces he experimentado. Después me colocó
esta cadena, me sorprendió mucho que fuera una llave. Desde ese día me ha
acompañado en todo momento, en los instantes tristes y alegres. Recuerdo que
cuando nos conocimos te sorprendió, exclamaste que nunca habías visto algo
parecido, nunca te revelé la coincidencia de que la compraron el día de tu
nacimiento. Esta medalla guarda mi esencia, en ella he depositado mis más
grandes ilusiones y sueños. Quiero que tú la tengas, que se quede contigo por
la eternidad, por favor tómala.
Enedina se levantó. Adrián entendió
el gesto y le colocó la medalla en forma de llave. El pecho desnudo de la mujer
se sobresaltó ante lo frío del metal. Se miraron, se abrazaron, se prometieron
tanto que no pudieron contener el llanto.
No te vayas, no lo hagas…
Las piezas del reloj se regaron
sobre la mesa mientras los cuerpos se fundían en la medalla.
@juaninstantaneo