domingo, 9 de diciembre de 2012

Esperanza


A Mariana, 
la esperanza y realidad de mi vida

El cuaderno le pesaba, no sabía por qué. Se levantó dejándolo sobre la silla, había terminado de escribir el último capítulo de una historia que le dolía. 

Caminó hacia el ventanal que a esa hora lucía descubierto por la cortina. Las motas de luz le revelaban que la noche se apoderaba de la ciudad. Respiró profundo, se asustó al sentir que unos ojos al otro lado lo miraban. Se echó hacia atrás ante la perspectiva del temor. Pero no, su pensamiento lo traicionaba, siempre lo hacía, sobre todo cuando el recuerdo de ella le llegaba. 

Giró rumbo al cuaderno de pasta dorada, lo tomó y miró por última vez, sabía qué haría, era el momento...

El timbre de su apartamento lo asustó. Corría a abrir y se sorprendió al mirar a quien se había convertido en su esperanza, la abrazó. Entraron a la casa mientras se dejaban bañar por la oscuridad del hogar, él le pidió acompañarlo hacia la ventana, ella accedió. 

A sabiendas de que su presente le pedía no mirar atrás, abrió la ventana; después, con la mano izquierda sujetó la de su compañera mientras con la otra tomaba el cuaderno. Exclamó: -Fue un gusto conocerte, pero hoy te digo adiós-. Escuchó la caída del cuaderno hasta que se impactó con el piso. Miró a su acompañante y ambos se abrazaron, perdiéndose en un sueño que les duraría por la eternidad.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Noche estrellada



A Mariana
En tu regazo la vida no termina

Era una de esas noches otoñales donde la calma reinaba. El aire mecía las copas de los árboles mientras el reproductor de música entonaba esa canción donde se entona que la vida no vale nada. La aguja de la gasolina estaba en los puntos finales, debía recargar, la jornada aún sería larga.

Jorge andaba sin andar por la calle. El alcohol recorría su cuerpo mientras la música norteña retumbaba en los oídos de los asistentes al baile. La fiesta de la colonia siempre daba para festejar como si el mundo se fuera a terminar. El problema, se lo había dicho su madre antes de que saliera de casa, era el regreso.

Sacó del bolsillo de la camisa un billete de cien pesos. Esperaba recuperarlo en el transcurso de la velada de fiesta patronal. Con desesperación vio cómo los litros de gasolina cada vez eran menos, apretó al puño y recurrió al adagio de culpar al gobierno por la precariedad del tanque de combustible. Tras pagar y dar la correspondiente propina al despachador, encendió el motor y regresó a las calles del barrio de San Felipe.

Su diminuta figura no le ayudaba a la hora de acercarse a una mujer, tenía la estatura de un adolescente promedio de unos 13 años. Se sabía nada agraciado, pero el alcohol y la fiesta inyectan los ánimos que a la sobriedad le faltan. Tiró el vaso de unicel al piso y se enfiló hacía la primera mujer que su vista encontró.

Una mueca de satisfacción se le tatuó en la cara. Había triplicado el billete invertido en la gasolina en un par de horas. Miró el celular, la una de la mañana. Por su cabeza comenzaron a girar un par de ideas, podría regresar a casa o esperar a que el baile de la fiesta terminara y trabajar un rato más. Se detuvo a un costado de la entrada al Metro, marcó el número de casa para avisar que seguiría en la chamba.

Era la última canción del tercer grupo de la noche. “La banda norteña, los carros del año…” cantaba mientras tomaba por la cintura a la diminuta mujer que lo acompañaba. Con un poco de suerte la llevaría a su casa y dormiría con ella o, si las ganas les dominaban, terminarían en algún motel de esos baratos que abundan por las carreteras de lugares pobres. La besó con singular gana, ella le respondió a sabiendas de que la noche permitía eso, al final del baile cada quien se marcharía a su casa, así, sin mas.

Imaginaba a su mujer recostada sobre su lado izquierdo. Podía dibujarla con sólo cerrar los ojos, podía recrear las formas de su cuerpo, añoraba dormir con ella, pero el trabajo es primero, pensó. Y el bienestar de la familia también.

Encendió el motor del taxi que desde hace tres años conducía, no le quedaba de otra; la profesión de arquitecto no le garantizaba el ingreso para sostener a sus dos hijos, por fortuna, lo decía, lo pensaba, su esposa le ayudaba, siempre le ayudaba.

El celular marcaba las dos de la mañana, Jorge tenía tomada a la chica por la cintura mientras ésta esperaba a la amiga para irse a casa. Él apretaba el puño con algo similar al coraje, su gran noche no se consumaría, aunque podría presumirle a Michel y José que tenía el número, falso, de celular de una chava con la cual bailó toda la noche al ritmo de banda, con la cual había compartido besos y caricias en medio de la tierra levantada por quienes sacudían el cuerpo al ritmo de la música.

El pequeño letrero remarcaba su estado: libre. Al interior la luz permanecía apagada y Juan Gabriel le acompañaba. “Querida, dime cuándo tú…” cantaba mientras abría los ojos a la espera de ver un dedo levantado que pidiera la parada, nada; sólo se aparecían algunos jóvenes que gritaban quién sabe qué cosa, algunos sombrerudos con vaso en mando y una que otra mujer con vestidos cada vez más cortos a medida que avanzaba por la calle.

Jorge le plantó el último beso a la chica que gustosa respondía. El grito de la amiga los sacó del idilio, era el momento de emprender la graciosa huida, el coche de papá esperaba en la esquina. El problema volvió a su cabeza, ¿y ahora cómo regresaría?

Introdujo la mano en el bolso y notó un solitario billete de cincuenta pesos, no le alcanzaría. Necesitaba, por lo menos, 200 pesos para regresar a casa en taxi. Pero, no había llegado a donde estaba sin algunas licencias…

Jorge caminó a la esquina para esperar un taxi. Vio las luces de uno y extendió la mano para detenerlo.

-¡Buenas noches, joven!, ¿a dónde lo llevo?-, dijo el taxista tras bajar un poco el vidrio.

-Buenas…, lléveme a San Francisco-, comentó Jorge mientras apretaba la manija para abrir la puerta delantera.

La noche era fresca. En el lienzo azul oscuro las estrellas parecían puntos salpicados por un pincel. La luna estaba a días de completarse.

El taxista calculó que el recorrido sería rápido pues la carretera lucía casi despoblada, por lo menos sacaría 200 pesos de ese viaje, sería el cerrojo perfecto  para la noche. Comenzaron a charlar sobre el baile y la cantidad de gente que asistió. Los minutos transcurrieron entre risas nerviosas y palabras atropelladas.

-Al salir de la curva encontrará una salida, a la derecha, ahí se mete y siga derecho-, dijo Jorge.

Así lo hizo el taxista, quien comenzó a sentir un poco de miedo ante lo oscuro de la calle. Avanzó sin mas y en la esquina visualizó una fogata hecha con palos, lo delató el olor. La cara de los hombres que estaban reunidos no le gustó. Sus facciones tenían una mezcla de coraje y odio. Los corridos retumbaban en el carro negro que estaba detrás de la lumbre.

-Siga, en la esquina, donde está la tienda, gira y entra en la primer calle-, Jorge se mostraba nervioso, sabía que la maniobra que realizaría, requería de absoluta precisión. Tentó la parte interna de la puerta, el seguro estaba arriba, la manija al alcance y bien podría abrir con rapidez, tenderse al piso, levantarse y correr y ocultarse. Al fin, las licencias que tomaba le habían permitido llegar hasta donde estaba.

El taxi bajó la velocidad, Jorge se preparó para su maniobra…, cayó al piso sintiendo lo frío del cemento; con una habilidad que no se conocía, se levantó para correr sin detenerse. El sonido de los zapatos causaba un eco especial en la oscuridad de la calle. El chofer desgarró su garganta en una sarta de improperios que se ahogaron cuando el tronar de dos balas rompió la tranquilidad de la noche.

Por su cabeza pasaban un sinfín de ideas, quería bajarse y buscar al tipo que huía despavorido por la calle, pero el temor se apoderó de sus manos cuando recordó el sonido de las balas. -¿Qué hacer?-, pensó, mientras el rostro de su madre le decía que la vida se basa en decisiones, pues, rememoró, el mundo es de los valientes, no de los cobardes, es de aquellos que se arriesgan y no se quedan con las manos cruzadas.

Encendió el motor del auto, el andar del mismo era pausado; el taxista escudriñaba los ojos para encontrar al adolescente. Dio vuelta a la izquierda y luego a la derecha. Se asustó cuando escuchó a un perro ladrar despavorido. Quería huir pero el orgullo y coraje de perder 200 pesos lo atormentaba.

Jorge había subido a un árbol que estaba a dos casas de la suya. El crac que escuchó lo atemorizó al pensar que podría caer y ser descubierto. Se aferró como pudo a la rama y respiró. Adrenalina, miedo y cierta satisfacción corrían por sus pulmones.

Los minutos transcurrían con la velocidad de una bala cruzando por el viento. Jorge decidió que era el momento de bajar. La suela de los zapatos amortiguó la caída, comenzó a caminar a paso lento, saboreando el éxito de saberse impune.

Su cuerpo quedó paralizado al escuchar el rechinar de unas llantas. El sonido de las balas cruzando el ambiente, le pasmó la respiración y un escalofrío lo recorrió desde los pies hasta la cabeza. Pensó que el taxista venía detrás con una pistola sobre la mano. Quería huir pero no podía, los pies no respondían.

El auto frenó al inicio de la calle, las luces estaban apagadas y Jorge sólo escuchó el corte del cartucho. Pensó en mamá y el sinfín de cosas que no había realizado. El tiempo, reflexionó, se le había agotado.

-Dicen que antes de morir, la vida pasa en la mente como una película-, recordó la charla que tuvo con Tomás, su amigo de infancia, dos días antes de que lo mataran a puñaladas.

Pero, aún había tiempo. El golpe de las luces en los ojos, le recordó que seduía vivo. Por el otro lado, el taxi se acerca sigiloso aunque delatado por los faros frontales. Atrás, todo era silencio.

El chofer miro al joven inmóvil; era suyo.

-El que persevera, alcanza-, diría su madre…

La adrenalina lo hizo huir de la calle. Logró girar el volante para no chocar contra el poste de luz que era un adorno. Se aferró a la esperanza cuando escuchó que el otro auto arrancaba. Escapar le garantizaba sobrevivir.

Conducía a más de 120 por hora, la autopista a Puebla se le presentó como la mejor opción para escapar. Así lo hizo. Pensaba en su mujer y en sus hijos, en las tardes de verano, las horas juntos y los momentos que faltaban por vivir.

Si tan sólo no hubiera encendido las luces y apuntado al joven que paralizada pretendía salvarse… Si tan sólo hubiera regresado a casa sin perseguir al muchacho que vio caer con la mano puesta en el corazón y  el rostro descompuesto. Si tan sólo no hubiera descuidado su atención del camino, habría evitado estrellarse y perder la vida en una noche donde la calma reinaba.

sábado, 29 de septiembre de 2012

La inminencia del fin

MM
Siempre a ti 


Los últimos instantes se le disolvían en recuerdos de momentos más felices. A pesar de la bruma que comenzaba a cubrir sus ojos, alcanzó a ver la mancha de sangre que le rodeaba; no sintió miedo, sólo un frío que le recorrió los rincones del cuerpo y le hizo cerrar los ojos; era el fin, lo sabia.

Sus pasos marcaban decisión, como pocas veces irradiaba seguridad y esa sensación le provocaba placer. Excitado, avanzaba por calles estrellas y poco iluminadas, buscando miradas femeninas que lo invitaran a perderse en la noche, en el cuerpo, en el deseo que no conoce consecuencias.

Levantó el cuello de la chamarra e introdujo las manos en los bolsillos del pantalón comprado horas antes. Visualizó el bar que tantas veces había visitado con los amigos y apresuró el paso, la noche era joven y quería disfrutar al máximo de ella.

El alcohol se acumuló en su cuerpo como la necesidad de buscar unos labios para cerrar su noche perfecta; giró la cabeza, izquierda y derecha, una y otra vez; sólo encontraba miradas esquivas, labios que susurraban saludos y cuerpos meciéndose al compás de la música atronadora.

La vio, quedó atolondrado ante lo besable que le parecieron esos labios. Comenzó a saborear de la cabeza a los pies el cuerpo de la mujer, se detuvo en las piernas y decidió que ella era la elegida. Avanzó entre las parejas mientras desabrochada dos botones de la camisa. Se sentía capaz de provocar incendios y alentarlos con su deseo, quería quemar y ser quemado, consumir y consumirse en besos sin compromiso, en placeres de una noche.

Dejó las charlas para después, miró como si fuera lo último que hiciera, como si con eso atrajera a quien tenía de frente. La envolvió entre sus brazos, con las manos acarició los brazos desnudos que poseían una capa de sudor delicado. Ella se metió en el juego de la seducción, estaba esperando algo así.

Comenzaron a moverse con delicadeza. La giró para ver los ojos negros que lo tenían cautivo. Acariciando esas mejillas, redujo la distancia al máximo para plantarle un beso que causó estremecimiento en el otro cuerpo. Bailaron a más no poder, eliminaron las palabras convirtiéndolas en besos fugaces, hasta que decidieron que el momento de marchar había llegado.

Un callejón les permitió adentrarse en el placer de lo prohibido por la moral. La adrenalina mezclada con excitación se detuvo cuando el sonido de unas botas se introdujo por el principio de aquel oscuro pasillo. Camisa desabrochada, falda arrugada y perlas de sudor en la piel, era el saldo de ese momento.

El contacto de aquellas botas los estremeció, finalmente se encontraron con esa mirada vacía que llevaba odio en la boca y un cuchillo en el puño. Comenzaron a forcejear, la mujer escapó pero el tacón de las zapatillas se atascó en el momento menos indicado, sus rodillas golpearon el suelo mientras miraba el cuerpo del hombro recién conocido caer.

El miedo se había ido. Sentía frío, sabía de la inminencia del fin; atinó a cerrar los ojos tras contemplar el charco de sangre que el cuchillo provocó al ingresar en su estómago. Se perdió en momentos más felices. Se perdió en sueños imposibles.

@juaninstantaneo

lunes, 27 de agosto de 2012

Nada como...

Aprende a mirar sin llorar, entiende que su ausencia es temporal, que pronto llegará el momento de volverla a encontrar y podrás decir todo lo que tu corazón siente.

Detente, mírala en la distancia; no estás solo, su esencia te acompaña en cada poro de tu piel, en cada respiración, en cada latido del corazón.

Y si la tristeza amenaza tu presencia: cierra los ojos, trae a la memoria el abrazo más tierno, el beso más significativo y sonríe que no hay nada como amar y ser amado. No hay nada como poder decirle: Te amo.

sábado, 11 de agosto de 2012

Se marchó...

A Mariana
Por todos los momentos compartidos y por compartir...


El ayer se volvió hoy. Carlos no podía evitarlo. En su piel, en sus recuerdos, en el aire, en su vida, Lili estaba presente. Hacia ya seis años desde su partida y aún le dolía.

Los recuerdos a su lado, el sabor de las calles, el olor de las hojas al ser mecidas por el viento, la sensación de la piel erizada cuando la lluvia está por llegar. Carlos no podía evitarlo.

Lili se fue, repetía para sí. Lili no volverá, ella no volverá. Sus lágrimas acompañaban a la voz vuelta un doloroso suspiro. Miró sus manos y vio el listón morado que le hacia de amuleto y pulsera. Antes de abordar el avión, ella lo vio con los ojos repletos de gratitud. Él tenía la cabeza baja, mordía los labios para evitar que las lágrimas aparecieran por su rostro.

A su alrededor las despedidas eran la constante en el ambiente. En las maletas, la gente guardaba sueños, esperanzas e ilusiones; otros apretaban el puño ante el embate de la inminente distancia; los pocos partían sin mirar atrás, como si al pasar esa puerta la vida tomara otro camino.

Faltaba un par de horas para que su avión despegara, tiempo preciso para que los trámites y revisiones sucedieran sin contratiempos. El momento había llegado. Lili se abalanzó al cuello de Carlos guiada por el arrebato del adiós. Él la rodeó por la cintura, sujetándola para sí, como si quisiera integrarla a sí, como si buscara tatuar en su piel la de ella, como si la grabara para las noches de intensa melancolía.     

Se rompió. Los esquemas de Carlos cayeron uno a uno. Las lágrimas aparecieron por sus ojos mientras el reloj avanzaba hacia la dolorosa hora. Lili no sabía si las ansias de besarlo se debían al real sentimiento de hacerlo o era el broche perfecto para el final de una historia que nunca terminó de empezar.

Ella lo soltó e introdujo su mano en la bolsa de la chamarra. Extrajo el listón y se lo mostró a Carlos; le pidió el brazo; él, confundido, lo extendió.

-No me olvides, nunca me olvides-, dijo Lili, mientras Carlos asentía con los ojos hechos un mar.

-Es hora-, sentenció la mujer al mirar el reloj.
 -¡Hasta pronto!-, Lili giró hasta darle la espalda a Carlos.
-¡Nunca te olvidaré, porque estoy enamorado de ti, estás dentro de mí!-, la voz de Carlos retumbó por la sala y su corazón despertó y sus ojos se tornaron diáfanos y su alma descansó.

Lili quedó perpleja ante una revelación que intuía, pero para la cual no estaba preparada. Siguió su andar hacia la puerta que la conduciría a otro destino. No volteó. No dijo más. Se marchó.

Fin

El inminente adiós


Agosto se le reveló con la tristeza del inminente adiós. Los días se iban como agua y el nueve se acercaba. Por las tardes iba a casa de Lili, las pláticas y recuerdos convertían esos momentos en horas de la noche. Nunca se había sentido mejor, nunca podría sentirse mejor…

(Continuará...)

Nueve de agosto

A Bety
Por estar en cada uno de mis sueños...

El sonido de las ramas mecidas por el viento lo sacó de sus recuerdos. Carlos extendió el brazo hasta tocar la funda de la guitarra, quería sacarla y cantar, deseaba que la música creada y su voz llegaran hasta los oídos de Lili. Y es que ella habitaba en cada parte de su mente, del corazón. El aire, el sol, las flores, las nubes, se la recordaban. Su piel se erizaba cuando por su mente transcurría las imágenes de tantas tardes compartidas. Comenzó a cantar.

El reloj le recordó que la hora de volver a casa había llegado. Un perro pasó por su lado y sintió el roce sobre su pierna. Se detuvo al sentir que algo vibraba en su pantalón. Con rapidez extrajo el celular, era un mensaje.

-¿Nos vemos a las 6?-, estaba escrito en la pantalla del teléfono. Era Lili. La duda entró por cada poro de la piel de Carlos.
-Sí- contestó él.

Salió de casa tras haberse bañado. Cargó los audífonos y la cartera que compró en su primera visita a la universidad. Llegó al lugar de la cita. Un viejo café en las cercanías del centro de la ciudad. Carlos sintió en su nariz cómo el olor de la bebida poblaba el lugar. Al fondo, Lili lo esperaba. Su cabello estaba suelto y le tocaba los hombros. Él caminó a paso decidido hasta que el respaldo de una silla se le cruzó propinándole un golpe en la cadera. Atinó a reírse para mitigar el dolor y no parecer tan distraído.

El café aliviaba el nudo de su garganta, fingir era lo único que le quedaba. La tristeza comenzó a apoderarse de su cuerpo, mientras su cara mostraba alegría y admiración ante las palabras que Lili formulaba. Ella se iba, el viaje de su vida la esperaba y Carlos tenía el privilegio, aunque no lo sentía así, de ser el primero en enterarse.

No encendió la luz, caminó hasta su cuarto tendiéndose en la cama. Sus zapatos resbalaron de los pies mientras presionaba una tecla del celular para mirar el calendario y marcar, con un lápiz que encontró sobre la cama, el día. El nueve de agosto el alma le dolería.

(continuará...)

miércoles, 8 de agosto de 2012

Pausa

El llanto corre fácil por sus ojos. Siempre le pasa. Miriam, le han dicho, peca de sensibilidad. El caos del oriente de la ciudad la tenía abrumada, la jornada escolar había sido cansada y aún no tomaba el ritmo que la vida de un estudiante requiere. Por su mente los recuerdos revoloteaban como los mosquitos sobre el pasto. Afuera, el tráfico era uno de esos monstruos del cual es conveniente huir si se puede; ella, aunque quisiera, no podía.

Sus sentidos eran invadidos por la música que tenía la virtud de tranquilizarla. El camión frenó y ella sintió cómo su cuerpo se precipitaba al frente, alcanzó a meter las manos para evitar golpearse la boca con el asiento que tenía ante sí. Se asustó y su boca formuló una grosería convertida en suspiro.

Decidió calmarse mirando por la ventana al montón de gente que intentaba abordar el transporte. Sólo sintió una mezcla de coraje al saber que la situación no mejoraría por varios días. De pronto, no recordaba haberlo hecho, la voz de la locutora la cautivó. Por el auricular escuchaba un pensamiento que, curiosamente, reflejaba la marea de sentimientos en los cuales estaba envuelta.

Cerró los ojos dejándose guiar por la voz, mientras uno a uno los recuerdos de días no muy lejanos la invadían... La tarde era soleada. Los árboles ofrecían el cobijo más socorrido para un verano atípico mexicano. Miriam estaba recostada junto a Ernesto. 

Mientras las manos se fundían en una sola, la plática se convertía en el remanso del intenso calor. A su alrededor, las aves viajaban al sur. Un cierto impulso, de esos que asciende por el estómago y erizan la piel, los tomó por sorpresa. Voltearon sus cuerpos hasta encontrarse frente a frente. Los ojos comenzaron a anclarse en una mirada que trasciende y toca el alma. La distancia se redujo tanto que el filo de ambas narices se tocaron. La pasión tomó forma de un beso y la tarde de una historia por escribirse.

El camión volvió a frenar intensamente. Miriam se desesperó mientras volteaba, irritada, a la venta. El enojo se disipo en forma de suspiro cuando, en una pausa, descubrió el rostro de Ernesto esperando la llegada del transporte...

martes, 31 de julio de 2012

"Deja..."

A Mariana
Por ser la luz que ilumina mi corazón...


Tres meses habían pasado desde que compró aquel libro. Las vacaciones se le revelaban como un momento propicio para continuar con su lectura. Había escogido el lugar de descanso por excelencia, el otrora parque de su niñez.

Le gustaba sentarse bajo el cobijo del pirúl que de niño recorría sin cesar. A la izquierda colocaría la guitarra y a la derecha el libro. Estiraría sus piernas mientras aspiraba el aroma del árbol que le brindaba cobijo. De pronto, recordó la vieja libreta donde escribía sus pensamientos y los escarceos de canciones. La vida, la noche, la locura, la libertad y el desamor, eran los temas recurrentes en sus composiciones.

Sacó aquella libreta que había forrado con recortes de revistas musicales. Comenzó a hojear mientras sus ojos pasaban por las letras en el papel; a la vez, su mente recordaba los momentos que lo habían llevado a escribir. Se detuvo justo en la mitad del cuaderno, la piel se le enchinó; era la canción que una noche de mayo había compuesto para Lili.

El reloj marcaba las 11 de la noche. Sus insistentes movimientos en la cama le revelaron que no podría conciliar el suelo por algunas horas. Estaba emocionado. Por primera vez había abrazado a Lili por varios minutos, por primera vez había apoyado su cabeza en el hombro de la mujer, por fin dejaba que el aroma a jazmín del cuello de ella lo invadiera, despertando cada poro de su cuerpo, acelerando su corazón hasta el punto de crisparle la mirada.

Lili lloraba. A Carlos le dolía verla así. No tuvo palabras para consolarla y sólo atinó a extenderle los brazos y cubrirla en un abrazo momentáneo pero que quedó tatuado en su corazón. Al llegar a casa, el muchacho comenzó a reírse como loco; se aventó hacia el sillón de su improvisada sala, estirándose al máximo. Guardó silencio al escuchar un ruidito que lo pasmó, era su corazón. Por primera vez lo oía, por primera vez comenzaba a sentirse vivo.

Era jueves y la tarea, como pocas ocasiones, brillaba por su ausencia. Optó por bañarse, cenar e ir a la cama. Quería estar radiante. El insomnio, o la costumbre de las desveladas, venció la idea de descansar. Encendió la lámpara que en un regreso a casa compró en los vagones del metro, estiró la mano para alcanzar la libreta y la pluma de tantas batallas.

Su corazón seguía palpitando con tremenda intensidad. Poco a poco se levantó, entre asustado y maravillado, para sentarse en el borde de la cama y comenzar a escribir.

Las letras corrieron con soltura, las rimas no se le negaron y, por primera vez en mucho tiempo, sacó su lado más romántico, aquel que pensó extinto cuando Karla se marchó.

Carlos repitió:
Deja que en mis manos se grabe lo terso de tus brazos.
Deja que guarde el sol que esconde tu mirada
Y me refugie en la paz de tus ojos.

Deja que el tiempo transcurra,
Mientras tu voz se vuelve la canción que alegra mis mañanas.
Deja que mi corazón lata por la locura
De tener cerca esa sonrisa tuya…

(continuará...)

sábado, 28 de julio de 2012

La calidez de aquella piel

A M. M.
Tu beso, resguardado en mi corazón

...Junio lo ponía nervioso. Las vacaciones y el verano le obsequiaban tiempo para descansar y eso no le gustaba, pues era el momento en que la soledad reinaba en su vida. Apresurado terminó de arreglarse, corrió a la cocina a preparar el desayuno mientras la voz del locutor daba el resumen de las noticias.

El teléfono sonó. Uno, dos, tres timbrazos bastaron para que contestara. Era la voz de su madre. Era la llamada del día a día. En otros momentos dicha situación lo molestaría, hoy lo agradecía. El “te quiero” de su madre puso fin a la charla. Carlos colgó con un hueco en el estómago, la soledad lo había tomado y amenazaba con no soltarlo.

Decidió salir para distraerse por unas horas. Tomó la funda, con la guitarra adentro, e introdujo el libro que se había dispuesto a leer, “Arráncame la vida” se leía en la portada.

-¿No haz visto la película de Arráncame la vida?-, lo cuestionó Lili una tarde que caminaban por las calles de Coyoacán.

-No, dijo apenado el joven. En el aire, el olor a café predominaba. Algunas aves recorrían el cielo y marzo concluía.  

-Ya sé, te invito a mi casa y la vemos. La sonrisa de Lili lucía. Carlos afirmó con la cabeza.

Al día siguiente optó ir a la librería. El lugar lo recibió entre la algarabía de una ciudad tomada por la primavera. El sol extendía la figura de quienes caminaban por la acera; las botellas de agua desfilaban de la mano de las personas, mientras la tarde tomaba tintes de viernes.

Salió ahogado por el bochorno generado por los autos, sus oídos se saturaron del pitido y los gritos agudos de los vendedores. Optó por caminar, un vicio heredado de su último amor. Carlos notó el golpeteo de los recuerdos en su mente. Sacudió la cabeza intentando apartar esas imágenes, se dejó invadir por el ligero rostro de Lili, imaginando que un día la abrazaría hasta perderse en la calidez de aquella piel...

(Continuara...)

En el espejo


A Mariana
Cada latido es acompañado de tu nombre


Despertó con el sabor amargo del sueño inconcluso. Lanzó un lamento al aire que se confundió con el crujido de la cama. Intentó cerrar los ojos para continuar con el sueño, no pudo. Frustrado se talló los ojos mientras estiraba las piernas y sentía cómo cada parte de su cuerpo despertaba.

La mañana era fría. Por las rendijas de la ventana se colaban pequeñas caricias del viento. El sol estaba ausente; las nubes grises reinaban. El reloj marcaba las diez de la mañana de un 17 de junio. Carlos había soñado con Lili, la mujer que le hizo extraviar la mirada en sus pupilas.  

Se incorporó para mirar su habitación. Notó lo desgastado de los pósteres y las telarañas que se habían formado en las esquinas de su cuarto. Bajó la vista y sus ojos se posaron en la fila de libros que posaban sobre la repisa. Le impactó ver que se había vuelto un seguidor ferviente de Benedetti. Su cabeza lo llevó a recordar las palabras que su madre le había soltado una mañana mientras desayunaban: -¡Cómo cambian los hombres por una mujer! Lo había comprobado.

Siguió con la inspección del cuarto mas por ocio que por interés. Seguía molesto por haber despertado sin que el sueño concluyera. Estaba tan cerca que lamentaba haber abierto los ojos cuando sólo unos centímetros lo separaban de rozar los labios de Lili. –Soy un desastre -murmuró cuando vio las prendas que lucían amontonadas sobre una silla.

Dio unos pasos para situarse frente al espejo del buró que sus padres le habían obsequiado. Se contempló. Pasó sus manos sobre las mejillas y sintió el roce de la barba no cortada en tres días. Con la yema del dedo índice dibujó sus ojeras mientras observaba la ovalada fotografía que Lili le había obsequiado.

Aquella tarde, tras salir de la escuela, Carlos acompañaba a Lili a recoger las fotografías que le habían pedido para su trabajo. Caminaron bajo el paraguas que, en aquellos días de marzo, debía cubrirlos de un sol candente. La lluvia, atípica, los tomó por sorpresa mas por el frío desatado que por las gotas que incesantemente caían. Las calles se volvían estrechas. El local era pequeño. Al ingresar una campanilla delataba la presencia de los recién llegados. En el fondo, varios cuadros llevaban tatuadas las sonrisas de quinceañeras, bebés, esposos o niños.

Tras un par de minutos, Jorge, el fotógrafo, salió a atenderlos.

–Vengo a recoger unas fotos-, dijo Lili.
-Claro, ¿cuál es su nombre, señorita?, cuestionó Jorge mientras una sonrisa se le dibujaba en el rostro.
-Liliana Corona; son unas fotos infantiles a color-, puntualizó la mujer.
-¡Oh, sí, ya la recuerdo!-, concluyó el hombre mientras posaba los cansados ojos en Carlos.

El fotógrafo giró para quedar frente a la puerta que resguardaba el estudio. Carlos estaba absorto, tenía los ojos estacionados en el perfil de Lili. Con la mirada acarició la mejilla de la mujer y resguardó en su memoria la forma lateral de la nariz. Agudizó el olfato y comenzó a dejarse invadir por el aroma a jazmín que desprendía el cuello de Lili.

Lili tenía los ojos perdidos en el cuadro de una pareja de recién casados. Por momentos sustituyó el rostro de la dama por el suyo, suspiró. El fotógrafo reingresó a la pequeña oficina sacando del idilio a Lili.

Carlos sintió un zarpazo en el corazón y las mejillas se le encendieron cuando el fotógrafo destacó lo guapa que era su “novia”. El muchacho no supo ocultar la pena causada por el comentario del señor. Lili sólo atinó a sonreír y agradecer el cumplido.

Carlos no podía hablar. Siempre le pasaba lo mismo: la pena lo tomaba y no lo soltaba.

El cielo seguía gris. La lluvia había dejado su marca en el asfalto. Lili introdujo sus dedos en la bolsita que contenía las fotografías, tomó una de ellas y giro hasta encerrar a Carlos, quien rió apenado.

-Es tuya. Te la regalo. Digo, para que me recuerdes y no me olvides.- dijo la mujer mientras sonreía.

Carlos estiró la mano, en su palma yacía la fotografía con el rostro de Lili, esa foto que había colocado en el costado de su espejo para que al despertar fuera lo primero que observara…

(Continuará...)

miércoles, 11 de julio de 2012

Sólo en sueños

Decidido, despertó. El sol acompañaba el repentino ánimo que lo dominaba. Sentía que era el día esperado. El día en que vencería sus miedos y dejaría que su corazón hablara.

Ricardo se miró en el espejo. Un pensamiento en forma de ráfaga cruzó su mente, Fernanda había llegado a su vida hace seis meses… Era enero. El año recién comenzaba. La tarde le pintaba buena tras haber disfrutado de un buen café en un local del centro de la ciudad. Salió del lugar para sentir el aire frío de la época y ahí la vio.

Fernanda caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho. Ricardo quedó absorto al mirarla mientras su mente agradecía que Nicolás acompañara a la mujer.

Cruzó la calle esperando a que Nicolás lo viera, le hablara y presentara a la mujer que le acompañaba. Así fue…

A Ricardo el tiempo se le escurrió entre las manos. Perdido en la inmensidad de la mirada de Fernanda, comprendió que el amor es capaz de derrumbar cualquier barrera. El miedo, la soledad, tristeza y pena quedaban atrás cuando él paseaba a su lado.

Sólo una cosa lo detenía. Era incapaz de formular las palabras que expresaran el caudal de sentimientos que inundaban a su corazón cuando Fernanda sonreía, lo miraba o acompañaba por las calles de la ciudad.

Aquella mañana pintaba diferente. Ricardo se sentía capaz, como el niño que vence sus miedos en un momento inesperado.

Desayunó con la música por compañía. La voz de Rubén Albarrán lo incitaba a cantar. ¡Cómo te extraño, me falta todo en la vida si no estás…!, tarareó mientras el café desprendía volutas de humo. El celular vibró. La pantalla se coloreó mostrando la imagen de un sobre de carta. Fernanda, leyó. El corazón comenzó a latirle con una fuerza singular.
La cita era en Bellas Artes. Caminarían por las afueras del palacio, después, pensó, tomarían camino al Zócalo y con un poco de suerte, y cansancio, pararían en un bar o un café para disfrutar de la singular belleza de la ciudad. Ahí lo haría, cobijado por la luna de julio.

El reloj devoró a la mañana. Puso loción sobre su cuello imaginando la sonrisa que Fernanda pondría cuando descubriera que era la que ella le había obsequiado. Hoy es el día, dijo para sí.

Salió de casa con la sombra como su guardaespaldas. El bamboleo y tedio del metro disminuyeron al pensar en lo que le diría a Fernanda. Sólo deja hablar a tu corazón, le dijo Jimena, su amiga, un día antes.

Miró su reloj. Eran las cuatro de la tarde y faltaba media hora para su cita. Decidió sentarse y esperar. Sus pupilas brillaban. Sus ojos asemejaban a la miel. El cabello rozaba sus hombros. Fernanda era el sueño que tantas noches Ricardo había recreado.

El encuentro asemejaba uno de sus sueños. Fernanda no paraba de reír. Ricardo no podía dejar de mirarla. El sol cayó. El cielo comenzó a tornarse negro con un enorme punto sobre él.

La plancha del Zócalo los recibía y Ricardo sentía el mariposeo habitual de los enamorados. Es tarde, dijo Fernanda mirando su reloj. Sí, lo es, deberías irnos, sentenció Ricardo apretando los puños para tomar valor.

Dejó que avanzará. ¡Fernanda!, gritó, tengo que decirte algo. Dime, inquirió la mujer.

Hace tiempo que no me sentía tan feliz de compartir las mañanas, tardes y noches con alguien, lanzó. Hace tiempo que nadie me hacia sonreír como tú lo has hecho. ¿Sabes? Eres muy importante para mí…

No pudo continuar. No supo continuar. Las palabras se agolparon en su garganta mientras su cabeza era bombardeada por el miedo al rechazo y al dolor. No quiso continuar…

El cuarto estaba sumido en la oscuridad. Ricardo se había refugiado en las cobijas, en la soledad y vacío de la habitación. Cerró los ojos para soñar con la inmensidad de Fernanda, cerró los ojos queriendo olvidar…

Fernanda lo abrazó. Ricardo quedó mudo de la impresión y sólo atinó a recargar su cabeza sobre el hombro de la dama. Sintió paz, respiro tranquilidad en forma de aroma de jazmín. Se separaron mirándose a los ojos, dejando que las palabras se ausentaran y los sentimientos fueran los que hablaran…

Sólo en sueños pasó…

Juan