miércoles, 7 de agosto de 2013

La taza cayó


Felipe espera. El reloj suena y la ausencia no tardará en tatuársele en los ojos. Se estira en la cama, levanta la cobija que cubre su rostro y mira cómo la luz ilumina el cuarto, a un lado Silvia se alista para comenzar un nuevo día.

Da los últimos toques al maquillaje de su rostro. Arregla la mascada color verde que vestirá. Se alisa el chaleco negro y acomoda el cuello de la blusa blanca. Silvia voltea hacia la cama en busca de aquella mirada cómplice de Felipe, quiere que le diga: no te vayas, quédate conmigo y reencontrémonos en la cama, ahí donde nos descubrimos en nuestra esencia, en la forma más básica. Pero hoy no la encuentra.

Felipe se ha deslizado de las cobijas para llegar a la cocina. Le preparará el desayuno a su amada. Se apura, sabe que Silvia tendrá que apurarse, tomar su maleta de viaje e iniciar su andar por los aires. Hundido en sus pensamientos no siente cuando el cuchillo roza su dedo. Sangra y una extraña idea le surca por la cabeza: sufrirá, no será un buen día.

Sacude su cabeza con la intensión de ausentar dichas ideas. Decide concentrarse en el sartén que ya desprende vapor. A lo lejos escucha cómo Silvia tararea la canción de los dos. Felipe sonríe cuando voltea a mirarla. Se llena los ojos de ella, reconoce cada una de las líneas de su cuerpo, las arrugas que comienzan a formársele en la frente y la forma en que sus mejillas se sonrojan.

Silvia come aprisa mientras con las manos agradece el gesto de Felipe. Con los dedos le forma un corazón y se lo lanza al viento. La complicidad es lo de ellos, siempre lo ha sido.

El jugo de naranja desaparece del primer vaso que compraron después de casados. Saben que la hora de despedirse se acerca y buscan alargarla, pero el tiempo es su enemigo y el reloj les recuerda sus obligaciones. Ella saldrá al aeropuerto a trabajar como aeromoza; él se transportará hasta su oficina en el centro de la ciudad.

La maleta espera detrás de la puerta mientras ambos se enlazan en un beso que busca no tener fin. Sus corazones palpitan al unísono como la primera vez que juntaron sus labios. Se saben felices.

Deben separarse aunque el amor y la pasión se los impide, la mascada ha terminado en el suelo y la blusa y camiseta amenazaban con lo mismo hasta que el sonido de la alarma del celular los hizo regresar a la realidad.

Se dijeron “Te amo” como la manera de reafirmar el compromiso que hace dos años habían adquirido.

Felipe leyó el mensaje que apareció en su teléfono celular. “A las 3 salgo rumbo a Francia. Besos.” Contestó a la brevedad mientras un dejo de impaciencia le atormentaba la piel.

Impasible el reloj siguió su marcha. Felipe giró la cabeza para mirar la hora. Suspiró. Silvia habría despegado hace cinco minutos. Se levantó con la esperanza de observar pasar al avión por las ventanas de su oficina. Creyó verlo. Se sintió estúpido al pensar esa posibilidad y decidió hundirse en el teclado de su máquina. No pudo, un presentimiento lo atormentaba.

Decidió prepararse una taza de café para calmar sus nervios, mientras el agua se calentaba tomó papel y pluma, hace años que no le escribía una carta a Silvia. Empezó a redactar con el corazón tintineándole como tambor. Deslizaba la pluma sobre la hoja a la par de los recuerdos de sus días con Silvia. Sin encontrar explicación, las lágrimas le salieron por los ojos.

El sobresalto aumentó cuando escuchó cómo hervía el agua de su té. Corrió a apagarle a la estufa mientras le escribía un mensaje a Silvia. “No te olvides de avisarme cuando llegues, te amo”, redactó.

De pronto, su taza de té cayó, en el aire el avión falló.

@juaninstantaneo

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