miércoles, 23 de abril de 2014

Mariposas amarillas


No lo conoció, sin embargo puede afirmar que lo quiso mucho.  Lo recuerda por fotografías e imágenes de televisión que dejaron en su mente aquella figura de rostro alegre, eterno bigote  y ojos que miraban al horizonte para confeccionar historias. Sonará pretencioso, piensa, pero él fue uno de sus maestros, el que le instruyó, sin que lo sospechara, la importancia de escribir bien, describir con los sentidos y amar un oficio convertido en profesión encantadora y bella.

Aún recuerda la emoción que experimentó cuando tuvo en sus manos la obra cumbre. Se paseaba por los pasillos de la biblioteca buscando aquel libro que, había escuchado, era complicado por la cantidad de nombres que poseía. Como quien se empecina por hallar un tesoro, escrutó en los estantes.

De pronto, la clasificación anotada en sus manos comenzó a tomar forma en los lomos de los libros. Como quien busca la mirada amada, entornó los ojos. La emoción le alborotaba las entrañas y entendió que el amor a la literatura existe y  comienza por descargas de adrenalina similares a las del enamoramiento.

Mientras con la vista recorría los nombres de los libros, recordaba el primer acercamiento a su obra: “La luz es como agua”. Maravillado y exagerado, deseaba conocer la obra cumbre del periodista y literato que definió al periodismo como el oficio más bello del mundo. Por fin lo halló.

Tomó uno de los dos ejemplares disponibles y corrió hasta la última página para saber si el libro podía salir de la biblioteca. Sonrió al ver que podía sacarlo y corrió con la malencarada bibliotecaria a pedir el préstamo. Tendría una semana para leerlo.

Como a la gran mayoría, el primer párrafo lo demolió; le sorprendió la manera de hilar las oraciones y la evocación de un recuerdo como el inicio de la historia; desde ese momento supo que cuando él escribiera, los recuerdos tendrían un papel trascendente en sus letras.

Siguió con la lectura y quedó maravillado. Disfrutaba de la lectura y sentía acercarse a la plenitud de un estado: felicidad, pensaría después.

La decepción llegaría cuando se dio cuenta que debía regresar el libro sin poder concluirlo. La rutina lo había vencido. Tras dejar el escrito en manos de la bibliotecaria, pensó en regresar al siguiente día y pedirlo prestado nuevamente. Pero la esperanza es como esos dulces que uno tanto anhela: encanta e ilusiona pero tiende a acabarse.

El desencanto tomó forma en sus visitas a la biblioteca en busca del libro anhelado. Su ausencia era la constante y la impotencia de no haber concluido la lectura, le pegaba.

El reencuentro del fin

El jueves santo se viste de tristeza y luto cuando agoniza para dar paso al viernes. Pero, en esta ocasión, la tristeza llegó antes.


Encendió el televisor para saber la hora. El canal de noticias presentaba una cápsula dedicada al escritor. La idea lacerante de su partida cruzó su mente, la desechó buscando refugiarse en la idea del homenaje a propósito de su delicado estado de salud. El segmento terminó con la lectura del primer párrafo de su obra cumbre, justo cuando el cintillo de la pantalla anunciaba la noticia: había muerto.

Ahogó el grito y sintió un temblor en el cuerpo, buscando refugio le contó la noticia a su amada. No pudo evitarlo, se derrumbó pero ahogó las lágrimas y recordó que días antes, pensó en la fatalidad y oscuridad que rodearía su alma cuando él se marchara. Aquella noche de sábado lanzó una súplica vuelta suspiro: no te mueras nunca, tú no. Utopía pura.

Salió a caminar junto a su amada. Los pies se hundían en la arena y su mente viajaba a las ocasiones en que sus manos tuvieron encima sus libros. Recordó el reencuentro con la obra cumbre y la emoción que sintió al volver a empezar la lectura. Era la revancha. El momento deseado.

Devoró las páginas disfrutando de la historia, la descripción de lugares, la construcción de personajes y la forma en que envolvía al lector en el mundo del libro, en aquel pedazo de tierra tan real y mágico a la vez.

Mientras perdía la mirada en el horizonte marino, trajo a su mente a Fermina Daza y Florentino Ariza. Recordó la manía del hombre por las rosas y el amor descarnado que le profesaba a ella. Se emocionó cuando ante sus ojos apareció la frase final de aquel libro. Vistió sus pensamientos de una niña mordida por un perro con rabia y la confusión que en el pueblo caribeño había representado el suceso, al grado de pensar que la infanta tenía una posesión demoníaca.

Al ver las lanchas bailar por las olas, pensó en el náufrago colombiano y después en aquel hombre destinado a morir. Maruca llegó en forma de paseante y temió que la secuestraran. El anciano que caminaba a paso lento, se materializó en aquel  coronel en espera de su pensión y después tomó la forma del viejo de 90 años que se “regaló” la compañía de una jovencita.  

Con forma de flores amarillas

Aquella mañana corrió para alcanzar lugar. La parte baja de la sala lucía llena. No podía negarlo, estaba ahí por la presencia de quien se había convertido en su escritor favorito. El homenajeado le importaba poco aunque decir eso, en ese momento, era como colocar su cabeza dentro de una soga.

El momento llegó, al estrado subieron los participantes. Fuentes primero, después su amigo, García Márquez. Se sentaron. “Gabo” se levantó apoyado de un bastón y la gente correaba su nombre, mientras se deshacían en aplausos. Era lo más cerca que él estaría de su escritor favorito.

El recuerdo lo golpea justo cuando lee las crónicas del adiós en Bellas Artes. Cierra el puño y maldice por no haber asistido y gastar su día imprimiendo unos carteles que sólo serán utilizados unas cuantas horas.

Cuánto habría deseado estar ahí y ver cómo el cariño tomó forma de flores amarillas.

Dicen que para ser inmortal se debe escribir el nombre de las personas, parejas o sueños en el mar y dejar que éste se los lleve y los mezcle en la inmensidad de su cuerpo, sólo así, en el mar, no mueren.



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