jueves, 12 de junio de 2014

Aquella chamarra verde-amarilla

Roberto Carlos vivía sus primeros días en la tierra cuando el mundial de Francia 98 se inauguraba. Por alguna extraña razón su vida estaría ligada al juego más hermoso del mundo. 

Prueba de ello sería el primer regalo que uno de mis tíos le obsequiaría: su nombre. El segundo habría de ser una chamarra verde con amarillo que tenía los colores de la bandera brasileña.

Era Brasil el país favorito a llevarse la copa del mundo al contar en sus filas con jugadores como Ronaldo, Rivaldo, Cafú, Bebeto, Dunga y Roberto Carlos. El último nombre habría de convertirse en el de mi hermano.

“Ponle Roberto Carlos, así, como el jugador brasileño”, dijo mi tío aquella tarde en que trajimos a mi mamá y hermano del hospital. La criatura miraba a todos lados pero ponía énfasis en la pared. Asombrados y llenos de ternura lo veíamos, mientras el cuarto se convertía en un sauna.

Días después gritaríamos los goles de México a Corea y alabaríamos la magia que el “Cuauh” tenía en las piernas y que le permitiría patentar una jugada llena de picardía. En la inocencia de mis 8 años pensé que el bebé sería calvo, pues sólo tenía destellos de hebras negras en la cabeza.

Si estuviera rapado parecería Roberto Carlos, así, como el brasileño. Sólo le faltaría ser de baja estatura, correr como endemoniado y tener tremenda fuerza a la hora de patear un balón.

Mis papás se mostraron encantados con la idea de mi tío. Algunos pensarían que el nombre tendría su origen en el cantante brasileño (vaya coincidencia), pero sólo nosotros (mis padres, hermano y tío) sabríamos la verdad.

En aquellos años el futbol era diversión pura. Cualquier instrumento que pudiera patearse servía para simular un balón. Poco importaba si tenía los tenis de las mejores marcas del mundo o si carecía de una playera tricolor, lo importante era disfrutar. Así que todavía no dimensionaba la importancia de un mundial de futbol.

La consagración del nombre de Roberto no llegó con el acta expedida por el Registro Civil. Llegó cuando mi tío le obsequió su primera y diminuta chamarra verde con amarillo. Esa prenda sería su distintivo.

Mientras México le ganaba a Corea del Sur y el “Cuauh” sacaba su famosa jugada del sombreo, el pequeño Roberto Carlos seguía con los ojos muy abiertos, parecían dos enormes canicas negras.

Mientras México le empataba a Bélgica y el ”Cuauh” convertía en golazo el pase de Ramón Ramírez, mis abuelos habían venido a desayunar a nuestra casa-cuarto.

Mientras México le empataba, agónicamente, a Países Bajos, y calificaba a octavos de final, yo veía cómo dormía mi hermano, procurando que el emocionado grito de gol de Hugo Sánchez, invitado a la transmisión del partido, no despertara al pequeño.

Mientras el “Matador” perdonaba a los alemanes y Klismann y Bierhoff terminaban con el sueño mexicano, yo aprendía cómo cargar a mi hermano.


Mientras el 3 brasileño lamentaba la derrota y Zidane se consagraba como el rey del mundo futbolístico, Roberto Carlos se alistaba para crecer y escribir, junto al futbol, su historia.

@juaninstantaneo

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